sábado, 15 de septiembre de 2012

"La visita"


-¡Es que es demasiado pronto! Si tan sólo Dios me respondiera en esto, creo que podría tener más fe-, escuché a un joven decir, frustrado por lo que estaba ocurriendo en su físico y que el espejo le recordaba.
Tengo que reconocer que me gusta ver cuando Dios responde a las oraciones de la gente, pronto y con un indudable “Sí”. Así que decidí jugar a ser Dios. En mi imaginación, comencé a armar la imagen que configurara una respuesta para el joven.
Al amanecer siguiente, formulada su oración la noche anterior, el joven dejaba su cama y, al mirarse al espejo, descubría que aquel rasgo tan odiado había desaparecido. Una sonrisa le dibujaba el rostro y, con voz vibrante, lo escuchaba decir: ¡Gracias, Dios!
Al oírlo, siendo Dios, me emocionaba por saber que, con mi respuesta, había hecho feliz a ese joven y lo había convertido en. . . “Un Dorian Grey”.
El recuerdo de aquel personaje de novela, por una extraña razón, se plantó en mitad de mi fantasía. ¿Qué hacía ahí, estropeándolo todo en mi juego de ser Dios? ¿A qué debía yo su visita?
Sin poder ignorarlo, lo seguí para descubrir la razón de su aparición. Entonces, Dorian, me habló de su desgracia.
Un buen día, al descubrir lo efímero de la juventud y los estragos de la vejez, aterrado, hizo un pacto para retener eternamente aquel encanto y lozanía de su hermoso físico. El intercambio siniestro, le quitó su alma y, aquello que tanto temía, el deterioro de su cuerpo, quedó asignado al retrato que ocultó por mucho tiempo.
La amargura, el cinismo, la fatuidad hicieron su morada en aquel cuerpo bello y sin alma.
¿Dónde habían quedado la hermosura de su alma y el brillo de su personalidad? ¿Acaso eran ellos el reflejo de algo más que un bello cuerpo?
Rápidamente, descubrí mi error. De haber sido Dios, habría encaminado al joven a optar por la misma decisión que Dorian Grey, impidiendo que su fe, su carácter y su alma florecieran al obviarle el reto de vivir el paso del tiempo y evadir el aprendizaje de la aceptación.
Al despertar de mis imaginaciones, despedí a la visita y sólo pude concluir: ¡Qué bueno que no soy Dios! 

“Señor, te pido que, como hasta ahora, no me des todo lo que pido y sólo me des. . . lo que necesito”. AMEN.

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