miércoles, 30 de diciembre de 2015

“Erase una vez. . . mi vida: ¡Brindo por mí!”

Inicio mi resumen del año –como cada año– y el corazón se me acelera. ¡Cuánto duele recordar!

Fueron doce meses que sumando emociones, sentimientos, experiencias, principios y finales, sin orden ni medida, me dejaron extenuada.

En este ciclo: Aprendí el verdadero significado de “nunca más” cuando perdí a mi padre; experimenté la más profunda nostalgia cuando tuve que dejar por meses enteros mi hogar; supe de la añoranza cuando hice maletas y abandoné mi país; comprendí lo que significan la impotencia y la desesperanza, al mirar sufrir a uno de mis seres amados, sin poder hacer nada por aliviar su dolor; y entendí de soledades al ver a mis hermanos dispersarse.


Viví el abandono cuando –llena de preguntas sin respuesta– huí de Dios; me sentí extraviada al no escuchar los pasos de mi padre cada vez que visité su casa; sufrí el aguijón de la tristeza más agobiante cuando entendí la soledad de mi madre; y viví días en que, con todo el corazón, deseé el descanso de la muerte al resistirme a tomar más de la enseñanza de esta etapa.

Pero también en este año –por meses– viví inmersa en el sueño hecho realidad junto a mi hija; mi familia creció, integrando a un hombre del que me siento orgullosa y, a pesar de las dificultades, reconocí a mis verdaderos amigos cuando escuché sus voces de cariño, sus oraciones y al sentir sus abrazos rodeándome los hombros.

Y como cosa extraña, este año, tan falto de misericordia –con todos sus retos y pesares–, hizo resurgir a la joven que hace mucho tiempo reclamaba libertad para vivir ensueños, viajes y experiencias nuevas. Y así, mientras yo huía por semanas enteras de la realidad que me asfixiaba con sus tristezas, la dejé cantar por las mañanas mientras contemplaba parajes en lugares nuevos; le regalé el derecho perdido a escribir poemas, estremecerse y reír por tonterías; esa joven que nunca tuvo suficiente tiempo de vivir su etapa, también alzó su voz para quejarse y mostrar su rebeldía. Sí, esa mujer joven que nunca respiró al aire de sus deseos, sueños y amores imposibles –pues le tocó pagar el precio de mis malas decisiones– se adueñó de mi tiempo otoñal por unos meses.


“Casi” fui feliz al sentir entusiasmo por aquellas cosas que no había estrenado la joven, esa que jamás fui. Hasta que –una mañana de invierno– perdió la vida a manos de mi cordura y mi buena conciencia. Fue un acto de valor –y de amor– que me llenó de tristeza aunque, al final, supe que era tiempo de dejarla atrás para siempre. Ese tiempo con mi pasado partió dejándome libre de la esclavitud del “hubiera” y ahora guardo el dulce sabor de los nuevos recuerdos que me acompañarán hasta la tumba.

Doce meses terminan. . . los más difíciles 365 días que he vivido hasta hoy y– paradójicamente–, los que me regalaron: las alegrías más grandes junto a mi hija, las satisfacciones más deliciosas por mi hijo, las semanas más divertidas con mis nietos, las más grandes muestras de apoyo de mi esposo, y los tiempos de mayor intimidad con presencias del pasado. Son todas ellas experiencias que llenaron mi bagaje de las más profundas enseñanzas.

Hoy te despido, año 2015. Me alegra que termines y cierro tu última página dándote las gracias por todos esos recuerdos –buenos y malos– pues sé que serán la poda y la tierra enriquecida donde terminaré de crecer antes de que llegue mi invierno.

Esta noche, levanto mi copa para brindar por mí, ¡logré sobrevivirlo todo! Y a ti, Dios, mi Dios, hoy te pido que me tomes de la mano para iniciar el viaje hacia el tiempo por venir y reclamo la promesa que me hiciste mucho tiempo atrás: ¡Nunca jamás me abandones!


¡Vamos á por el 2016!

lunes, 21 de diciembre de 2015

"EL ERROR" (de mi padre)

Un sol frío ilumina las calles empedradas de Toledo y mientras camino frente a las vitrinas que devuelven mi reflejo, aderezado de las más caprichosas formas, llego a uno que –tomándome por sorpresa–desata lágrimas que se desbordan de mis ojos.

Aquellas espadas, haciendo ramillete con cuchillos, relojes antiguos y armaduras, me obligan a pensarlo: ¡Cómo le gustaba a mi papi todo aquello! En cada viaje, él agregaba un reloj a su colección y, en un viaje, sin importar los inconvenientes del transporte, se hizo de unas espadas que a la fecha cuelgan de sus muros. 


Trato de huir de la tristeza y me doy cuenta que esa lucha ha sido interminable. Los meses pasan y su ausencia no deja de atenacearme el alma. Entonces descubro que –mi pá– cometió un error que aún me persigue.

Ante el final inminente –con serenidad y convencimiento–, mi padre nos reiteró sus instrucciones: Sin velaciones ni anuncio públicos, y creman mi cuerpo de inmediato.

Así que, obedientes, seguimos su voluntad y sólo una misa entre los más cercanos cerró el momento del adiós, sin mucha bulla, sin muchas lágrimas y aceptando calmos los abrazos de quienes viajaron para acompañarnos en el adiós.

Cuanto más tiempo pasa, me convenzo que –el velorio–, ese espacio de lamentos y de palabras que hablaran de su vida, no era para él sino para quienes tuvimos que dejarlo ir. Debió ser un paréntesis donde no habrían sido invitados ni el valor ni la mesura. Ese debió ser nuestro legítimo momento para llorar sin el límite de las fórmulas sociales y sin el juicio que nos señalara como débiles.

Sí, papi, nos hizo falta que la gente nos rodeara con alabanzas a tu memoria. Sin ese lugar de llanto, nos quedamos cortos en las lágrimas que teníamos guardadas para derramar tu muerte, y ahora, como gotera lastimosa, yo voy llorándote frente a vitrinas que me hacen recordarte y vivo evitando hasta esa música que te traiga a mi memoria.

Aún cuando sé que tus deseos tuvieron la mejor de las intenciones –como todo lo que hiciste en vida por y para nosotros, tus hijos–, tengo que aprender de tu error. Así que, cuando me llegue el día, regalaré a mis hijos la libertad de llorarme y hacer todo aquello que a su corazón les de consuelo.


Y –con tus errores y defectos–, papi, así te amo, te extraño y te admiro.

miércoles, 9 de diciembre de 2015

"¡EN-TENDIDO!"

“Yo lo hago desde los trece”, me confesó mi joven amiga entre risitas.

Sus palabras hicieron que me invadiera una mezcla de vergüenza y diversión. Agradeciendo su sentido del humor, le respondí apenada que –a mis cincuenta y cinco años– había sido mi primera vez. Pero ¡la vida de cada uno puede ser tan distinta!

Desde que llegué a Madrid, mi capacidad de adaptación se ha puesto a prueba. Me descubro buscando mil formas para convertir mi espacio y estilo de vida en una réplica del hogar que dejé. A pesar de toda mi previsión –trayendo las esencias que aromatizaran mi ambiente, fotografías, tortillas empacadas y mi ropa favorita–, he tenido que enfrentar cambios que a ratos me disgustan y hasta enojan.
Pero el colmo de los retos fue encontrarme que no sólo tendría que hacerme cargo de llevar la basura hasta el depósito en la comunidad sino que también ¡¡tendría que prescindir de la secadora de ropa!!
Y por favor, antes de juzgarme como inútil, escucha mi historia.
Sin que yo lo eligiera, nací en una familia donde lo que sobraba era ropa sucia. ¡Somos ocho hermanos! Y, sin que mi opinión participase, mi padre decidió aligerar la carga de mi madre a toda costa. Así que, desde que tengo uso de razón, hubo personal de limpieza que se encargara de la tarea de lavar, tender y planchar la ropa de diez personas. Después —como siempre ocurrió en mi casa—, la tecnología de última generación trajo la secadora de gas y sustituyó a las cuerdas de tendido.
Cuando inicié mi vida independiente, como era de esperar (uno aprende lo que ve), la secadora de ropa encabezó la lista de los artículos de primera necesidad y desde entonces sólo ha sido actualizada siguiendo los avances tecnológicos de mi época.

Aunque mi amiga iniciara su experiencia de tender ropa a los trece, eso no me ha ayudado para lidiar con este inusitado reto.
Primero, he tenido que observar los horarios en que los vecinos lo hacen. . . sí, ¡soy la chismosa de la ventana! Pero con el clima ajeno—que tampoco me es familiar— todavía no entiendo como pueden secarse las prendas expuestas a un día nublado con temperaturas que no rebasan los cuatro grados centígrados.
Después, enfrenté el mismo temor con el que me siento a una mesa ajena. Mi inteligencia espacial, desafortunadamente, no es la mejor y con más frecuencia de la que quisiera, termino derramando el vaso de agua. Sí, las cosas parecen estar aceitadas y resbalan de mis manos, o las tropiezo contra otras. Y si esa falta de habilidad manual la llevamos a la poco práctica idea de poner los tendederos fuera de la ventana ¡de la cocina que está a cuatro metros de altura y que da a un patio al que no tengo acceso! Ahora, ¿pueden imaginar lo estresante de la actividad? (hasta ahora, sólo ha caído al vacío un calcetín y por lo menos sé donde está el par “extraviado”). Y no quiero ni hablar de las pinzas, el sentido de los rieles y el poco espacio.
Para completar el drama de mi nuevo deber doméstico, a pesar de que he encontrado el “mejor” momento de hacerlo (cuando hay sol que no calienta y que sople un poco de viento), ese mismo aire gélido me entumece las manos (imposible utilizar guantes o incrementaría el riesgo de perder el guardarropa familiar) me da directo al pecho y, dos semanas y un día después, ¡ya estoy enferma y con una crisis asmática que no había tenido en tres años!

Tal vez Madrid sea una de las ciudades más lindas de Europa y con un bagaje histórico sensacional y propuestas culturales incalculables; que vivir en un lugar distinto siempre atiza mi curiosidad por ver cosas nuevas y que sus parques me inspirar un montón de historias pero, me atrevo a asegurar, sería mucho mejor si. . .¡tuvieran secadoras para secar la ropa!

martes, 8 de diciembre de 2015

"Equipaje"

Dos semanas atrás –parada frente a un montón de ropa y una mezcla variopinta de objetos–, intentaba decidir cuales correrían mi misma suerte y emprenderían un viaje de 9000 kilómetros dentro de una maleta.
La decisión debía responder a un sinfín de variables: lo largo de la estancia y mi necesidad de llevar aquella ropa que me hiciera sentir en casa pero que sirvieran para el clima que pasaría por el invierno y la primavera; debía incluir aquellos objetos que simplemente quería conservar junto a mí por su valor sentimental; y contar con lo indispensable para tener una vida cotidiana operativa y con lo más necesario –que obviamente incluyera la tecnología de la que a veces dependo de más.
Hecho el primer intento, el anuncio de que sólo podía subir al avión con 23 kilos me empujó a pasar el rasero por un segundo tamiz. ¡Mi vida reducida a 23 kilos! Una nube de pánico y desasosiego se instaló sobre mi cabeza, haciendo aún más difícil mi selección final.
Mi criterio inicial: un suéter de cada color, que usaría según mi estado de ánimo; indispensable mi blusa favorita para leer y el pull over holgado para sentarme cómodamente y por horas a escribir. De cuatro pares de zapatos tenis, pasé a uno solo. E imaginando caminatas vespertinas, sólo los zapatos más cómodos tuvieron cabida en mi equipaje; y –a pesar de que la lógica me reñía– un pequeño cuadro se coló para representar un cachito de muro de mi hogar.
¡Cómo envidié a las tortugas esa noche!
Casi me sentí infeliz por la partida cuando –una imagen del pasado– me vino a la memoria:
Apilados en desorden, velises –todos medianos y de todos los tonos de piel– junto a un altero de zapatos, aparecían bajo una inscripción a la entrada del campo de concentración de Auschwitz, en Polonia.  Era la primera parada de los judíos que ingresaban al campo y que debían despojarse de las pertenencias acarreadas durante días enteros, con gran dificultad.

¿Qué llevaron en esos maletines personales? Las fotografías me aseguraron que –aunque con mucho menos espacio disponible que yo– esa gente había utilizado mi mismo criterio de selección pues llevaban menoráhs que imaginaron colocarían con sus siete velas en su aún desconocido hogar; talits para cubrirse al momento de orar, retratos hechos a lápiz para recordar a los suyos y las mudas que probablemente les abrigaran mejor. Ante el futuro desconocido –con un viaje sin fecha de vuelta– seguramente intentaron llevar consigo un pedacito de su hogar.
Cerré mi adelgazada maleta y suspiré al pensar que no faltaría quien tachara mis extravagantes necesidades de apegos pero, a fin de cuentas, ¿no son también esos objetos parte de nuestro pasado? ¿Y no es nuestro pasado el cimiento de nuestro futuro?

Estaba lista para instalarme en el futuro. . . con mis retazos de pasado bajo el brazo y en 23 kilogramos.

lunes, 7 de diciembre de 2015

"Vintage"

Siguiendo una recomendación que alguna vez leí, cada año cumplo con pequeños retos que enriquecen, no sólo mi vida, sino el arsenal de recuerdos para mi vejez. Así pues, cada año: visito un lugar desconocido, leo al menos 12 libros, conozco y entablo amistad con una persona y. . . aprendo algo nuevo.
Este año, aprendí la técnica básica para remosar muebles y objetos al estilo “Vintage”. Sin entrar en etimologías y definiciones sobre la diferencia entre este estilo y el “retro”,  mencionaré que dichos objetos –para considerarse Vintage– deben tener al menos 20 años y aún no se consideran antigüedades. Y, como los buenos vinos, se piensa de ellos como algo exquisitamente mejorado por el tiempo.
Dicha técnica se utiliza para reciclar o rescatar muebles, por ejemplo, y consiste en ir aplicando deferentes capas de pintura, esmaltes y ceras que imprimen la idea del paso de los años. Las capas superpuestas representan las épocas y, para hacerlas manifiestas a la superficie, se lijan pequeñas áreas y hasta se simulan depostilladas que terminan de dar el toque de “personalidad” al objeto.
Para quienes me conocen –y saben que el perfeccionismo es el pié del que cojeo– imaginarán que fue todo un reto para mí carecer de patrones o estándares para lograr un técnica impecable. Más soprendente para mí fue escuchar de mi maestra cuando –notando mi temor de excederme en el pulido–, sin empacho me aclaró: Esta es una técnica “sin errores”.

Me tomó varios minutos de reflexión silenciosa entender la esencia de lo que ella aseveraba. Hacer algo, sin importar si se hace con perfección o con descuido, y tener al final un producto final “perfecto”, rebasaba mi entendimiento.
Sólo hasta que explicó que el valor de la técnica radicaba en la originalidad y el natural paso del tiempo, fue que me aventuré a jugar con las ceras y el pulido con más soltura. Al fin y al cabo, pensé, como salga, ¡estará perfecto! Fue entonces que pude relajarme y disfrutar de mi creación.

Mientras lijaba con soltura y untaba generosamente las ceras para dar el acabado final, fue irremediable pensar que ­–de aplicar la filosofía de la técnica Vintage– nuestra vida podría ser más placentera y relajada si tan sólo recordáramos que somos creaciones únicas; que hasta las despostilladas que nos hacemos al tropezar nos forjan una personalidad; que el transcurrir del tiempo nos cubre de capas que añaden hermosura a nuestra historia y –más importante aún– que este ensayo de vivir, a fin de cuentas, es una técnica sin errores y que será perfecta. . . porque ha sido vivida.

viernes, 4 de diciembre de 2015

"Cohabitar"

Hay quienes aseguran que –para cuando hemos vivido más de medio siglo–, ya tenemos una idea clara y precisa de hacia donde queremos ir en la vida. Pero, sin afán de polemizar o contradecir, me atrevo a decir que no es así. Si acaso, cuando hemos adquirido algo de madurez y experiencia, lo que hemos aprendido es a sortear los eventos que nos salen al paso, con herramientas más acertadas y hemos desarrollado un grado mayor de resiliencia.
Si realmente pudiéramos imponer nuestra voluntad sobre todo aquello que sale de nuestro control, entonces sí que podríamos asegurar que al final del camino terminaríamos justo en la meta marcada. Pero, ¡nada más falso que el control! ¿Será que esa falsa idea puede ser la que origina tanta infelicidad en la vida?
A estas alturas del camino, mi vida me sugiere más la idea de ser un cometa que –a ratos– parece tener una órbita definida y que avanza sobre una rutina predescible. Pero –las más de las veces– siento que mi ruta cambia de dirección cuando –como enormes planetas jupiterianos– las circunstancias me atraen obligándome a cohabitar un tiempo junto a ellas. Es tan grande su influencia que hasta parece que amenazan con absorbernos y dejarnos atrapados en ellas. Es ahí donde pienso que sólo podemos sobrevivir a esa cohabitación si somos capaces de mantenernos a suficiente distancia, resistimos, y logramos salir de la órbita de la circunstancia en el momento necesario para continuar el viaje.

Pero, ¿hacia donde nos dirigimos cuando hemos pasado de una órbita a otra? ¿Realmente podemos redireccionar nuestra vida con la facilidad con la que aseguran muchos? ¿Cuánto nos ha cambiado el cohabitar al paso con situaciones difíciles o con gente que gana influencia sobre nosotros? ¿Realmente somos capaces de retomar la ruta y el ritmo cuando las energías han mermado por el esfuerzo de sobrevivir al reto de no ser absorbido por las circunstancias?

Creo que –aún en los cincuentas– tenemos que vivir todavía un sinfín de replanteamientos y reinventarnos nuevos mapas de viaje. Y si alguien aún guarda la fantasía de que puede controlar su futuro y que puede conservar su destino final intacto, tal vez esté en lo cierto: porque seguro. . . todos vamos a morir.

viernes, 25 de septiembre de 2015

"El Abrazo"

Si. Ahora todos somos adultos. Hemos ejercido el rol de padres y formado una familia. En la parte profesional, nos desenvolvemos con más experiencia y, en mi caso, tengo tres pequeños que me llaman abuela. Es cierto, dejamos el nido paterno hace varias décadas y todos somos adultos maduros independientes.
Y también es cierto que –estrenándonos en la nueva condición de huérfanos de padre– la vida nos ha abierto espacios donde nos corresponde acompañar, proteger y proveer seguridad a nuestra madre anciana. Cada uno de nosotros –aportando sus mejores dones– ve por ella para garantizarle amor, compañía y bienestar en su condición de viuda.
Sin embargo, hay momentos en que mi mami es eso. . . mi mami.
Es durante unos segundos que el tiempo y la edad pierden autoridad, y yo llego a ella sin necesidad de dar explicaciones o justificaciones. Sólo somos madre e hija –atemporales y ligadas–, como comenzamos a serlo desde que yo nací y ella me tuvo en sus brazos.
Entonces, me dejo abrazar por ella. Aunque ahora su cuerpo se ha vuelto pequeño y sus manos ya no son fuertes, mi alma de niña se deja arropar y consolar de todas aquellas cosas que no tengo que contarle para saber que me entiende. En ese abrazo, su cariño me envuelve, llora conmigo y me cuida, como si con ello pusiera una curación a las rodillas de mi alma y secara las lágrimas de mi corazón.

A nuestro alrededor, habrá quien no entienda aún que el abrazo de mamá es el único refugio que aún tenemos como adultos y que –sin importar mi edad ni la de mi madre– su protección y su cariño me son indispensables para continuar el viaje. Tal vez aún no comprende que –los brazos de mi mami– son la parada donde recibo mi dotación de amor incondicional y confianza para volver a enfrentarme a los retos de mi vida.

Así que, cuando nos veas abrazadas y mi mami te parezca frágil; o cuando me veas prolongar ese abrazo y notes que sus lágrimas se mezclan con las mías, no te alarmes, no te angusties porque tal vez –ese y sólo ese abrazo– sea el único lugar que me quede para retomar mis fuerzas de niña y mantenerme de pie como mujer adulta.

jueves, 27 de agosto de 2015

"LA PROMESA: Mi padre ha muerto"

Mi padre ha muerto. . .

De no haber sido así, hoy, 28 de agosto, mi madre, mis hermanos y sus familias, y yo con los míos, estaríamos reunidos para celebrar su cumpleaños. Pero él ya no está. Se fue y nunca más lo volveremos a ver mientras estemos vivos.
¡Como quisiera que no hubieras muerto, papi!

Quisiera sentirte correr junto a mí, sosteniendo el asiento de mi bicicleta mientras yo aprendo a controlarla para no caer. 
¡Que difícil es ahora conservar el equilibrio en mi vida!

Quisiera volver el tiempo atrás y cantar las mañanitas en tu cumpleaños 78, el único al que no asistí por haber peleado contigo unos días antes. 
¡Que difícil es sobrevivir al “hubiera”!

Quisiera llegar a casa, sentirte palmeando en mi mejilla y escuchar tu voz preguntándome: ¿cómo estás, Flaca? 
¡Que difícil es no sentir tu mano, papi!

Quisiera llegar junto a tu cama para contarte las buenas nuevas de mis hijos y mis nietos. 
¡Que difícil es ya no tener con quien compartir mis orgullos y mis preocupaciones!

Quisiera no sentir la lluvia en mis ojos cada vez que pienso que ya no te tengo. 
¡Que difícil es ser huérfana!

Quisiera mirar tus ojos orgullosos al saber de mis logros y mis retos. 
¡Que difícil es vivir sin la fe de alguien que siempre confíe en ti!

Quisiera que Dios nos volviera en el tiempo y que hiciera –porque sé que puede –el milagro de sanarte para dejarte unos años más conmigo. 
¡Que difícil es no poder negociar con Dios!

Quisiera verlos otra vez tomados de la mano y escucharte llamar a mi mami “Chapis”. 
¡Que difícil es ver tan solitaria a mi madre!

Quisiera que no dolieras tanto y que, al pensarte en el cielo con Dios, mi corazón sintiera el consuelo de saberte sano y bien. 
¡Que difícil es no poder vencer mi egoísmo!

Quisiera no extrañarte tanto, papi. Quisiera no sentir que te estoy fallando por no poder superar tu muerte y vivir con la desolación de una pérdida tan grande, día y noche. 
¡Que cansado es vivir en la tristeza!

Hoy es tu cumpleaños, pá y no sé adonde ir con mi tristeza.

Me fui lejos de casa, de los míos y mis hermanos. No encontré una mano de la cual tomarme para sentir consuelo pues la única mano que mi corazón anhela es la tuya. Pero tú la soltaste. El diez de marzo, a las 5:33, te fuiste; tu mano dejó de ser tibia y sólo me dejaste el frío de tu ausencia.


Pero así es la ley de la vida, dirán todos. Así que celebremos –o lloremos juntos – tú en el cielo y yo aquí, sin ti. Levantemos la copa del cariño para desearte un “Feliz No cumpleaños”. . . el primero de muchos que tal vez yo deba sobrevivir.

viernes, 31 de julio de 2015

"Bajo el velo: Nueve"

Con la insensatez de los veintiún años –pero con la  prudencia que intuye la trascendencia –dediqué horas enteras a planear y elegir lo que protegería a mi hija en sus primeras horas.
Salpicada de tradición, opté por el bordado español para orlar el largo faldón que adornaba el canasto, mullido en el fondo por un pequeño colchón. Durante horas, puntada a puntada, bordé las sábanas que rozarían la piel de mi bebé, mientras mi mente se entretenía dibujando en mi imaginación su rostro.
¿Cómo serían sus ojos? ¿Sería su cabello rizado y su piel aceitunada? Mezclando genéticas y sueños, me esforzaba por formar su imagen y –tras horas de cavilaciones – concluía sin el menor asomo de duda que yo tendría al bebé más hermoso del mundo.
¡Y así fue! El 10 de octubre de 1982 –tras horas de espera en una cama de hospital y una cesárea precipitada para salvar su vida y la mía –nació la nenita más adorable que jamás había visto. En esa época –sembrada de tantos errores – con sólo tenerla en mis brazos me convencí que ella era mi mayor acierto.
Y tal como lo soñé tantas tardes, al salir del hospital, descorrí el velo que cubría la cuna moisés para recostarla sobre las sábanas bordadas que con sus iniciales le daban la bienvenida. 
Entonces deseé que aquella tela translúcida se convirtiera en una barrera infranqueable y que la protegiera de todo lo que amenazara con dañarla. Un instinto de protección se desbordó en mí y anhelé ser inmortal para estar al lado de mi hija siempre que me necesitara. 
Pero, cuarenta días después, un enemigo inesperado nos azotó sobre las espinas de la realidad del mundo al mostrar la maldad de su corazón y –ella y yo –aprendimos que la batalla para seguir adelante sería un reto difícil de vencer.
Mi Nena siguió durmiendo bajo aquel velo. Con sus sonrisas, se convirtió en la luz y el corazón que me obligaba a palpitar el día a día. Por ella me convertí en fuerza de viento y tormenta para defenderla. Sólo porque existía, la vida siguió siendo digna de ser vivida y, sólo ella, era la vela que daba dirección a mis esfuerzos y a mi diario navegar.
Aquel velo sobre su cunita era el marco de mis ensoñaciones llenas de esperanza, donde yo la imaginaba como una mujer plena y feliz. 
A través de aquella tela, mis ojos la miraban e imaginaban como esposa amada, cuidada y protegida. Y mientras ella respiraba en paz bajo la frágil frontera del tejido, mi corazón elevaba una oración a Dios en la que le pedía que un hombre bueno y amable la amara por siempre.

Un día, el velo de su cuna se descorrió y mi pequeña inició su viaje para cruzar el mar de la vida. Al paso de los años, mis brazos dejaron de ser suficientes para protegerla pero ella –con mis oraciones y esperanzas bajo el brazo– echó a andar el camino hacia el mismo sueño.  

viernes, 17 de julio de 2015

"Impostora"

El día comenzó hace horas y siento el tamborileo de los dedos de la agenda en mi conciencia. Los deberes me reclaman y yo. . . ¡yo sólo quiero soñar despierta otro rato!

Y en este placer de perder el tiempo, en ese divagar de pensamientos, fue que descubrí la mentira de mi vida: Que aunque me gustan los perros, ¡siempre he querido un gato! Y que si no lo tuve antes –por las malas opiniones o por la influencia de terceros– ahora tengo el poder y decidido que es tiempo de vivir reposando sobre mis propios gustos y verdades.

Fue por eso que –hace tres días– siguiendo la consigna de “hacer lo que más me gusta”, invité a una minina a vivir conmigo. Y me niego a llamarla mi mascota o decir que la he adoptado pues, si así lo hiciera, retomaría una verdad apuntalándola en la mentira.

Porque –si hay algo que me gusta de los gatos– es su honestidad de vida. Y al incluir a la gatita Amore Mío en la mía, recordé que un gato jamás te pertenece; pero si siente el cariño, el cuidado y el respeto, él te aceptará pero sin depender de tu buena voluntad o compañía.
La mejor compañía de un escritor. . . ¡Un gato!

¡Y cómo envidio la indulgencia con la que Amore Mío se deleita en su pereza! Ese disfrutar abanicando el rabo, sin prisas, sin culpas y sin más ganas que fascinarse en la existencia, es motivo de mi admiración más absoluta.

Sus simples juegos, la osadía de volar de un mueble a otro, su ronroneo suave junto a mi oído y la jaspeada mirada de sus ojos, me han recordado una niñez ya muy lejana –casi perdida– cuando tumbada de espaldas sobre el césped, contemplaba los algodones amorfos flotando en el azul infinito de los cielos.

Tal vez la gente hoy hable de la suerte de Amore Mío por haber sido rescatada, cuando en realidad ha sido ella –con toda certeza lo sé– la que ha venido en mi rescate, y a recordarme de una libertad que aún me espera: con la emancipación de mis sueños, la independencia de mis juegos y la autonomía de mis pasiones.


Eres linda, Amore Mío, y hoy te doy la bienvenida. Gracias por ser un gato independiente, gracias por la agilidad de tus retozos y gracias por recordarme que –sin duda– ¡a mi que gustan más los gatos!

domingo, 12 de julio de 2015

"Y UN BUEN DÍA. . ."

Y UN BUEN DIA. . .
Entendí que unos centímetros de más en el trasero no me hacen un Botero; que las piernas delgadas son más ligeras y pueden recorrer grandes distancias; que la B es una buena talla y que un tatuaje sobre mi piel tiene más historia que un buen libro de cien hojas.

Y UN BUEN DIA. . .
Reconocí que más que el mar me gusta el bosque; que prefiero Coyoacán a los cócteles; que odio el sostén y amo el encaje en el bikini; que cuando mi corazón se siente enamorado, sólo puedo hablar con poesía; y que mis mejores momentos los he pasado despeinada.

Y UN BUEN DIA. . .
Descubrí que mi felicidad no depende de que me digan un “te quiero”; que siempre es mejor poder decir “te amo”; que la distancia o el tiempo son conceptos; que prefiero los abrazos que un buen suéter; y que el único amor realmente imposible es aquel que un día olvidamos.

Añadir leyenda

Y UN BUEN DIA. . .
Dejé de contar mis errores pues supe que siempre habría alguien más para contarlos; que un día tuve que salirme del camino para seguir viviendo; que todos –y el que no se engaña –tenemos nuestros secretos; y que el día que me le escabullí a la vida para haraganear un rato en el pasado, ese día – ella y yo –nos pusimos a mano.

Y UN BUEN DIA. . .
Aprendí que puedo volver a tierra firme sin cargarme de amargura; que soy capaz de enredarme en los deberes sin perder el brío; que sé caminar en realidades sin que me atrapen sus raíces; y que prefiero ser arena –no roca – aunque me gusta más ser agua, viento. . . o tal vez fuego.


Y UN BUEN DIA. . .

Amanecí con la idea de que el seis es un buen número. ¿Que porqué?. . . ¿Y porqué no?

Y UN BUEN DIA. . .
Me di cuenta de que no me gusta los halagos; que me atosigan lo consejos; que nadie jamás entenderá lo que ocurre entre mis rizos; y que huyo de ser vista como ejemplo pues sólo yo –y sólo yo –sé quien soy y lo que he sido.

Y UN BUEN DIA. . .
Descifré que mientras me vestí de esposa, me convertí en amante, nací como madre y me estrené de abuela, alguien llamado “yo” –en un rincón de mi existencia –seguía viviendo, esperando con paciencia a ser resucitado; y que, aunque amara todos los reflejos que nacían de ese "yo", según la circunstancia, todos ellos dependían de él –mi olvidado yo – para seguir viviendo.


Y UN BUEN DIA. . .

Cuando caminaba lejos de las rutas –jalando una profunda bocanada de aire para salvar mi alma – acepté la realidad de que ya no espero la naipe más alta del “hubiera” para continuar el juego pues –lo quiera o no, al final del juego –la vida se sacará el as bajo la manga y así, sin más, ¡me ganará la partida!