viernes, 8 de marzo de 2013

"Las mujeres son. . ."


Hoy sé que leeré muchas frases que hablarán de las hermosas cualidades de las mujeres: Su privilegio de ser madres, su capacidad de entrega y sacrificio, y todo aquello que, si bien estoy de acuerdo, también creo que es motivo de aclaración.
Nuestro “cableado”, en esencia, contempla todas esas posibilidades por diseño. Conozco a mujeres que se han ganado mi admiración por la entereza con la que enfrentan la adversidad de la enfermedad en uno de sus hijos; y otras que, cumpliendo su promesa de “en la riqueza y en la pobreza”, apoyan a un esposo desempleado por años y años. Y qué decir de las que, viendo como el compañero parte del hogar bajo el argumento de perseguir sus sueños, se levantan para redoblar esfuerzos y asumir el rol de padre-madre para sobrevivir un presente y forjar un futuro para sus hijos.
Y ¿quién no conoce a una madre gestante que sobrelleva los nueve meses postrada y extremando cuidados, por el bien del hijo que aún no conoce pero que ya ama de antemano? O de aquella joven que, doblando turnos y estudiando, se prepara y se supera para abrirse camino más allá de la predestinación de su origen.
Los ejemplos de mujeres dignos de aplauso son interminables pero, aquí me defiendo de las generalidades, no todas echan mano de la fortaleza, capacidad de amor y sacrificio, sabiduría o aprecio por el privilegio de la maternidad. Si así fuera, ¿no sería ociosa la alabanza?
Es día de la mujer y motivo de enorme celebración para nosotras, pero me levanto del asiento para reconocer a aquellas que, por opción y decisión, honran a nuestro género con ejemplos a la humanidad invaluables.
Más allá del labial, los tacones y la medida de nuestra cintura, somos motivo de celebración por la calidad humana que demostramos, día a día.
¡APLAUSO Y HONRA A TODAS USTEDES, MUJERES Y HEROÍNAS!

jueves, 7 de marzo de 2013

"Justicia"


En el rejuego de los sueños, esos que nos arrastran entre el pasado, el futuro y el “nunca fue”, vino a mi memoria el evento que mantuvo en suspenso a mi familia entera. Y, mi primer pensamiento al despertar fue: ¡Qué injusto! ¿Cómo es posible que el primer evento de nuestra vida, nuestro propio nacimiento, y todo su detalle, no nos sea revelado jamás?
Fue entonces que, entre el despertar y el segundo llamado del reloj despertador, me dejé llevar en el río de recuerdos que renacieron frescos en mi memoria.
A los trece años, con algo más de conciencia sobre la vida, seguí de cerca el anuncio de dos mujeres gestantes: Mi madre y mi tía, tan cercana como una segunda madre. Para la primera, el octavo de sus hijos y, para la segunda, el tercero. . . ¿o debo adelantar que la sorpresa llegó como una “tercera”?
Por extraño que parezca, a mis 13, y 14 de mi hermana mayor, aún nos entreteníamos decorando pósters y haciendo recortes de papel, y el acontecimiento ameritó decorar el muro principal de nuestra recámara con un póster de la Pantera Rosa, sonriente y caminando con su estilo rosado bajo un fondo azul. ¿Algo más apropiado que el azul y rosa representados de antemano, listo para cubrir ambas posibilidades?
Sobre el azul y rodeando a la sonriente pantera se delineaban dos nombres, los finalistas, que habrían de llamar a los bebés por nacer.
El siete de marzo, cuarenta años atrás, la casa toda contuvo el aliento y partir a la escuela, ineludible en un miércoles, resultó frustrante. ¿Cómo nos enteraríamos de la llegada del nuevo miembro de la familia?
A la carrera, volvimos a casa después de clases y agregamos frustración al enterarnos de la ausencia de la única informante confiable de la familia: Nuestra madre. Quedó entonces una sola opción y, forzándonos a concentrar nuestra atención en los deberes, esperamos la llamada que resolviera el acertijo. ¿Niño o niña? ¿Cuál nombre resaltaremos primero?
Rodeando el escritorio e interrumpiendo de vez en vez las labores para hablar del nacimiento, pasaron un par de horas hasta que, al sonar de un ring, los cinco tratamos de alcanzar la bocina del teléfono para contestar.
-¡Es una niña! ¡Y está hermosa!- anunció mi madre quien, nunca sabremos, finalmente recordó a su expectante tropa.
-¡Nació Erika! ¡Nació Erika!- saltamos emocionados, en la certeza de cuál era su nombre. ¿A qué hora nació y como fue el parto? A nuestra edad, honestamente, todo eso es irrelevante. Lo importante fue su llegada y que tenía un nombre que. . . ¿Cómo llegó a nosotros y quien lo eligió? Creo que tampoco importaba entonces.
Con cuidado, mi hermana desprendió del muro el póster y, aplicando nuestra mejor destreza, rellenamos las letras marcadas previamente, sólo en el contorno y con plantilla, que decían “ERIKA”.
El fin de semana llegó un poco tarde y con el mismo entusiasmo con el que recibimos el anuncio de su llegada, rodeamos el “bambineto” donde nuestra pequeña prima dormía. Entonces comprobamos que mi madre no había mentido al decir que era hermosa.
Todo esto ocurrió hace cuarenta años y mi piel se eriza con la remembranza pero, mi corazón, hoy día, se alegra aún más al pensar que, esa belleza, traspasó los muros de su propia piel y la convirtió en una mujer fuerte, llena de entereza y lucha; una madre premiada con el amor de sus hijos y una esposa firme en su lealtad. ¿Acaso no es esa belleza la que más importa?
¡Felicidades, Erika! Has honrado el significado de tu nombre: “La que reina por siempre y princesa honorable”. Dios te bendiga por siempre.

martes, 5 de marzo de 2013

"Autorretrato: La de enfrente"


A decir verdad, mi relación con “la de enfrente” comenzó con el pie izquierdo. Su forma de ser y su apariencia me resultaban inaceptables. Con sus ojos pequeños y tristones, los rizos rebeldes y tan fuera de moda, el cuerpo casi sin curvas y los huesos revelados entre las pocas carnes, me generaban desaliento.
Hasta que, un buen día y sin darme cuenta, la comencé a mirar con un poco de gracia y hasta me llegó a gustar. Desde entonces, y sin mucho apuro, me he ido acostumbrando a quien ella es. Pero, aclaro, aunque el tiempo pasa y nuestra convivencia es cotidiana, vamos distanciando nuestra naturaleza y verdadera esencia cada día más.
Ella, sin un acuerdo abierto, se ha hecho una experta de las formas. Cuando yo imito a un canguro emocionado por alguna sorpresa, la de enfrente sonríe y, a lo mucho, hasta aplaude para demostrar su contento.
Otras veces, avasallada al sentir mi corazón herido, yo lloro y me postro para desbordar mis lágrimas con la complicidad de mi almohada; y ella, dueña de sí, abre los ojos vidriosos y muestra una media sonrisa como representando el destello de una ligera contrariedad.
A la de enfrente, todos la conocen y, a mí, solo quienes se han ganado mi confianza. Y aunque algunos nos confunden, sólo a quienes viven cerca de mi corazón les revelo nuestra verdadera identidad.
Llevamos ya tantos años juntas que, la gente, ha aprendido a mirarla más a ella y, en secreto, prefiero que así sea. Tal vez sea mejor que vivan convencidos que ella, la de imagen asentada y atenta al protocolo, es la verdadera yo. Dentro de mí, confieso, supongo que también optaría por la de enfrente: más obvia. . . más simple y predecible.
Pero en la intimidad de la soledad, yo disfruto a la verdadera mujer que soy: Esa que aún frunce la nariz cuando la comida no le gusta y que patalea por alguna contrariedad; que ríe hasta el llanto y que llora hasta que le sobreviene el hipo; que espía con curiosidad, que sueña con las cosas más absurdas y que es absurda en las cosas que más teme; en el fondo, lo sé, aún soy esa adolescente que, aunque en su mente comprende el paso de los años, todavía no le es fácil entender que, las arrugas y las canas de la de enfrente, también le pertenecen.