martes, 23 de junio de 2015

"LA PROMESA: La sopa"

- ¡Nada como una sopa caliente! - comenté con mi mami, mientras el mesero disponía de un plato de consomé humeante frente a mí, -¡me encanta!
- No lo hurtas, lo heredas. Tu abuela Josefina no perdonaba la sopa - me respondió, sonriendo.
- Pues a mi papi le gusta mucho también - agregué y, antes de terminar la frase, nuestros ojos se inundaron y las palabras se nos atragantaron.
Los recuerdos me llevaron a Guadalajara y hasta esos días en que, cuando empezamos a perder la contienda, encontrábamos un motivo de celebración cuando mi papi lograba tomar unas cuantas cucharadas de sopa, seducido por el aroma que le llegaba desde la cocina. Desde la primera ocasión que el deleite de la fragancia a consomé recién cocinado lo motivó a intentar comer, tener siempre un poco de consomé se convirtió en la regla del menú diario.

Cuando me mente volvió al restaurante, acaricié la mano de mi mami y le confesé que lo extrañaba tanto que aún no podía dejar de llorar cada vez que salía a la conversación o me asaltaban los recuerdos. Ella siguió llorando y yo no hice nada por parar mi llanto.
- Cada vez que hablo de él, sé que terminaré en lágrimas. Pero ya me di cuenta de que sólo tengo dos opciones - comencé a explicar a mi mami entre hipos - y una es no hablar más de él para evitar el llanto, algo que terminaría por matarlo y sacarlo de mi vida para siempre. La otra es mantenerlo vivo en mi recuerdo, hablar de él, hacerlo parte de mi presente en las conversaciones. . . aunque eso venga acompañado de llanto. ¿Tú que prefieres, mami? ¿Matarlo para siempre o recordarlo entre lágrimas?
¡No! -se apresuró a responder. -No vamos a dejar de hablar de él.
Sin importarnos que la gente de las mesas alrededor nos vieran, nos tomamos de la mano y volvimos a llorar frente al plato de sopa. 
Entonces prométeme que nunca vamos a dejar de hablar de él, mami - le pedí, sin soltar su mano.
Nunca - prometió entre gemidos.
Usando la servilleta para borrar los surcos que se habían dibujado en nuestros maquillajes, suspiramos. Y ambas comprendimos que teníamos un pacto para mantener vivo a mi papi con cucharadas de recuerdos, y que estaríamos juntas para saltar los charquitos de lágrimas que vendrían con ellos porque, sí, nos dimos permiso de llorar y hacerlo juntas.

sábado, 6 de junio de 2015

"LA PROMESA: Guadalajara"

“Mi tía”

Lo que ocurrió en Guadalajara –para los más cercanos –no es ningún misterio: fue ahí donde mi papi cerró los ojos, expiró y dejó esta Tierra para siempre. Fue ahí donde experimenté la primera e incalculable pérdida y donde, también, encontré a una de las personas que me aseguran que el amor de verdad existe.
De sus brillantes ojos verdes –que sólo compiten con los destellos que le gusta llevar en su ropa, accesorios y hasta la funda de su celular –recibí la fuerza interior que me ayudó a caminar los largos y agotadores días en los que mi papi, de a poquito cada día, moría. 
¿Qué habría sido sin su compañía? Supongo que Dios me habría enviado otro recurso para hacerlo pues creo, sin el menor asomo de duda, que nunca me da más de lo que puedo cargar. Pero, por alguna razón que sólo Él sabe, puso a mi tía Chayo junto a mí y tal vez fue para que yo tuviera un lugar donde pudiera desesperar o quejarme, perder la esperanza, cansarme y hasta llorar, sabiendo que no perdería ni su amor ni su respeto.
Para muchos, llorar es un acto público o privado, indistintamente. Pero para la gente como yo –introvertida desde la médula de los huesos –compartir mi llanto es casi como desnudar mi alma. Así que hacerlo bajo los reflectores de los desconocidos es casi un suicidio a la intimidad.

Mi tía parece haberlo entendido desde siempre, cuando pasaba su mano por mi cabeza –como cuando se acaricia un gato suavemente para no ahuyentarlo –y yo apenas tenía cinco años.
En Guadalajara –teniendo yo el alma de escritora y careciendo mi voz la práctica para hablar las cuitas del corazón –, mi tía se convirtió en portavoz de mis propios pensamientos, ayudándome a ponerlos en palabras y escucharlos flotando en el aire para entenderlos.
Durante esos meses, fue como tener de regreso a esa aliada que –en mi adolescencia –me defendía cuando se abrían zanjas entre mis padres y mi yo; sólo que ahora el contrincante era uno invencible y con el que no podía negociar: la acechante muerte de mi padre.
Han pasado casi tres meses y aún la extraño. Cada mañana, al abrir los ojos, quisiera amanecer en aquel departamento que se convirtió en nuestro hogar por tantas semanas. Deseo, en secreto, salir de la habitación para encontrarla esperándome para compartir el cereal –nuestro ritual para desayunar y hablar del reporte de salud de mi papi, la buena o mala noche de mi mami y –algo que rara vez ocurre en mi vida –para preguntarme como estaba yo y no sólo de lo físico.
Extraño sus cuidados, sus consejos, su paciencia para escuchar mis temores. Añoro tomarnos de la mano para orar –a mi modo –junto a ella. Me hace falta su compañía y no tenerla es a veces tan triste como la realidad de haber perdido a mi padre.
Sí, nos vemos de vez en cuando y conversamos, pero aquella comunión en medio del dolor, aquella paz y complicidad nacida del exilio de nuestros hogares, no volverán a ser jamás. Y entonces comprendo que Dios hace regalos sin importar si vivimos en mitad de la tormentas pues ella, mi tía Chayo y su compañía, fueron uno de los más amados y memorables obsequios que Dios me ha dado jamás.

¡Te extraño, tía Chayo! Pido a Dios que no tenga límite en sus bendiciones para ti y que sea tan generoso prodigándolas como tú lo has sido conmigo. 
¡Te quiero!

viernes, 5 de junio de 2015

"A MITAD DEL CAMINO: Adolescencia"

Adolescencia (Wikipedia): Además de los cambios fisiológicos que son conocidos y aceptados por la mayoría, por poca que sea su información, se producen otros cambios psicológicos, que son considerados como normales, pero que cogen desprevenidos a muchos. . .
Detengo la lectura y confirmo mis sospechas.
Cuando inicié mi experiencia como habitante de los “cincuentas”, algo había leído sobre todo lo que venía en camino. Y a cinco años de iniciada la aventura, justo ahora a la mitad del camino, puedo asegurar que esta etapa de vida es como un “dejavú” que me ha hecho detener y pensar: ¡esto ya lo viví!
Sí, los cincuentas son muy parecidos a la adolescencia por sus continuos cambios fisiológicos que me han llevado –a veces con asombro y otras con horror – a preguntarme frente al espejo: ¿quién eres tú y en qué te estás convirtiendo? 

Y los cambios psicológicos, por mucho, son motivo de un análisis exhaustivo para lograr entenderlos. Cuando a los cuarenta vivía con una certeza de hacia donde iba y creyendo que finalmente comprendía de qué se trataba vivir, poco imaginé sobre las arenas movedizas que me esperaban en los cincuentas y lo poco que sabría sobre como resolver o sobrellevar los cambios.
Así me encuentro muchas mañanas –y a veces días enteros –desmenuzando la esencia de mi existir, tratando de configurar un plan de vida armada con las piezas que me van quedando disponibles, y reinventando respuestas para comprender lo que está pasando tan rápidamente.
Mis piezas, a medida que corre el tiempo, van mermando: la salud dejó de ser impecable; el tiempo va acortándose – y no porque la tierra esté girando más rápido –sino por la energía vital que ya no es tan abundante y que debo administrar de una nueva forma; y mi cuerpo, esa imagen que había cultivado a lo largo de tantas décadas para lograr la mejor versión de mi misma, ahora me exige un trabajo que incluye: la aceptación de líneas que comienzan a marcarse en la piel, dimensiones agregadas –aquí y allá – o actitudes corporales que aún me parece prestadas.
Las preguntas sobre todo lo que ahora soy, lo que tengo pendiente por vivir y lo que aún me falta por perder, se acumulan por día. Y junto a esas interrogantes, por más valor que saco del pasado y del porvenir, se van apilando los temores, los invitados malqueridos.
Recuerdo que en la adolescencia, llena de dudas y temores, también luchaba por reconocerme en el espejo; también me preguntaba si había un amor esperándome para compartir mi vida; me esforzaba por forjarme un futuro y, más allá, pasaba las tardes descifrando el mundo –mi mundo – para aprender a vivirlo. ¡Cómo se parece todo aquello a lo que ahora estoy experimentando!
Suspiro y me canso de sólo pensarlo.

Entonces sobreviví la época en donde adolecí de tanto, así que ahora, con otras herramientas, me respondo como me consolaba entonces: ¡esto también pasará!