miércoles, 30 de diciembre de 2015

“Erase una vez. . . mi vida: ¡Brindo por mí!”

Inicio mi resumen del año –como cada año– y el corazón se me acelera. ¡Cuánto duele recordar!

Fueron doce meses que sumando emociones, sentimientos, experiencias, principios y finales, sin orden ni medida, me dejaron extenuada.

En este ciclo: Aprendí el verdadero significado de “nunca más” cuando perdí a mi padre; experimenté la más profunda nostalgia cuando tuve que dejar por meses enteros mi hogar; supe de la añoranza cuando hice maletas y abandoné mi país; comprendí lo que significan la impotencia y la desesperanza, al mirar sufrir a uno de mis seres amados, sin poder hacer nada por aliviar su dolor; y entendí de soledades al ver a mis hermanos dispersarse.


Viví el abandono cuando –llena de preguntas sin respuesta– huí de Dios; me sentí extraviada al no escuchar los pasos de mi padre cada vez que visité su casa; sufrí el aguijón de la tristeza más agobiante cuando entendí la soledad de mi madre; y viví días en que, con todo el corazón, deseé el descanso de la muerte al resistirme a tomar más de la enseñanza de esta etapa.

Pero también en este año –por meses– viví inmersa en el sueño hecho realidad junto a mi hija; mi familia creció, integrando a un hombre del que me siento orgullosa y, a pesar de las dificultades, reconocí a mis verdaderos amigos cuando escuché sus voces de cariño, sus oraciones y al sentir sus abrazos rodeándome los hombros.

Y como cosa extraña, este año, tan falto de misericordia –con todos sus retos y pesares–, hizo resurgir a la joven que hace mucho tiempo reclamaba libertad para vivir ensueños, viajes y experiencias nuevas. Y así, mientras yo huía por semanas enteras de la realidad que me asfixiaba con sus tristezas, la dejé cantar por las mañanas mientras contemplaba parajes en lugares nuevos; le regalé el derecho perdido a escribir poemas, estremecerse y reír por tonterías; esa joven que nunca tuvo suficiente tiempo de vivir su etapa, también alzó su voz para quejarse y mostrar su rebeldía. Sí, esa mujer joven que nunca respiró al aire de sus deseos, sueños y amores imposibles –pues le tocó pagar el precio de mis malas decisiones– se adueñó de mi tiempo otoñal por unos meses.


“Casi” fui feliz al sentir entusiasmo por aquellas cosas que no había estrenado la joven, esa que jamás fui. Hasta que –una mañana de invierno– perdió la vida a manos de mi cordura y mi buena conciencia. Fue un acto de valor –y de amor– que me llenó de tristeza aunque, al final, supe que era tiempo de dejarla atrás para siempre. Ese tiempo con mi pasado partió dejándome libre de la esclavitud del “hubiera” y ahora guardo el dulce sabor de los nuevos recuerdos que me acompañarán hasta la tumba.

Doce meses terminan. . . los más difíciles 365 días que he vivido hasta hoy y– paradójicamente–, los que me regalaron: las alegrías más grandes junto a mi hija, las satisfacciones más deliciosas por mi hijo, las semanas más divertidas con mis nietos, las más grandes muestras de apoyo de mi esposo, y los tiempos de mayor intimidad con presencias del pasado. Son todas ellas experiencias que llenaron mi bagaje de las más profundas enseñanzas.

Hoy te despido, año 2015. Me alegra que termines y cierro tu última página dándote las gracias por todos esos recuerdos –buenos y malos– pues sé que serán la poda y la tierra enriquecida donde terminaré de crecer antes de que llegue mi invierno.

Esta noche, levanto mi copa para brindar por mí, ¡logré sobrevivirlo todo! Y a ti, Dios, mi Dios, hoy te pido que me tomes de la mano para iniciar el viaje hacia el tiempo por venir y reclamo la promesa que me hiciste mucho tiempo atrás: ¡Nunca jamás me abandones!


¡Vamos á por el 2016!

lunes, 21 de diciembre de 2015

"EL ERROR" (de mi padre)

Un sol frío ilumina las calles empedradas de Toledo y mientras camino frente a las vitrinas que devuelven mi reflejo, aderezado de las más caprichosas formas, llego a uno que –tomándome por sorpresa–desata lágrimas que se desbordan de mis ojos.

Aquellas espadas, haciendo ramillete con cuchillos, relojes antiguos y armaduras, me obligan a pensarlo: ¡Cómo le gustaba a mi papi todo aquello! En cada viaje, él agregaba un reloj a su colección y, en un viaje, sin importar los inconvenientes del transporte, se hizo de unas espadas que a la fecha cuelgan de sus muros. 


Trato de huir de la tristeza y me doy cuenta que esa lucha ha sido interminable. Los meses pasan y su ausencia no deja de atenacearme el alma. Entonces descubro que –mi pá– cometió un error que aún me persigue.

Ante el final inminente –con serenidad y convencimiento–, mi padre nos reiteró sus instrucciones: Sin velaciones ni anuncio públicos, y creman mi cuerpo de inmediato.

Así que, obedientes, seguimos su voluntad y sólo una misa entre los más cercanos cerró el momento del adiós, sin mucha bulla, sin muchas lágrimas y aceptando calmos los abrazos de quienes viajaron para acompañarnos en el adiós.

Cuanto más tiempo pasa, me convenzo que –el velorio–, ese espacio de lamentos y de palabras que hablaran de su vida, no era para él sino para quienes tuvimos que dejarlo ir. Debió ser un paréntesis donde no habrían sido invitados ni el valor ni la mesura. Ese debió ser nuestro legítimo momento para llorar sin el límite de las fórmulas sociales y sin el juicio que nos señalara como débiles.

Sí, papi, nos hizo falta que la gente nos rodeara con alabanzas a tu memoria. Sin ese lugar de llanto, nos quedamos cortos en las lágrimas que teníamos guardadas para derramar tu muerte, y ahora, como gotera lastimosa, yo voy llorándote frente a vitrinas que me hacen recordarte y vivo evitando hasta esa música que te traiga a mi memoria.

Aún cuando sé que tus deseos tuvieron la mejor de las intenciones –como todo lo que hiciste en vida por y para nosotros, tus hijos–, tengo que aprender de tu error. Así que, cuando me llegue el día, regalaré a mis hijos la libertad de llorarme y hacer todo aquello que a su corazón les de consuelo.


Y –con tus errores y defectos–, papi, así te amo, te extraño y te admiro.

miércoles, 9 de diciembre de 2015

"¡EN-TENDIDO!"

“Yo lo hago desde los trece”, me confesó mi joven amiga entre risitas.

Sus palabras hicieron que me invadiera una mezcla de vergüenza y diversión. Agradeciendo su sentido del humor, le respondí apenada que –a mis cincuenta y cinco años– había sido mi primera vez. Pero ¡la vida de cada uno puede ser tan distinta!

Desde que llegué a Madrid, mi capacidad de adaptación se ha puesto a prueba. Me descubro buscando mil formas para convertir mi espacio y estilo de vida en una réplica del hogar que dejé. A pesar de toda mi previsión –trayendo las esencias que aromatizaran mi ambiente, fotografías, tortillas empacadas y mi ropa favorita–, he tenido que enfrentar cambios que a ratos me disgustan y hasta enojan.
Pero el colmo de los retos fue encontrarme que no sólo tendría que hacerme cargo de llevar la basura hasta el depósito en la comunidad sino que también ¡¡tendría que prescindir de la secadora de ropa!!
Y por favor, antes de juzgarme como inútil, escucha mi historia.
Sin que yo lo eligiera, nací en una familia donde lo que sobraba era ropa sucia. ¡Somos ocho hermanos! Y, sin que mi opinión participase, mi padre decidió aligerar la carga de mi madre a toda costa. Así que, desde que tengo uso de razón, hubo personal de limpieza que se encargara de la tarea de lavar, tender y planchar la ropa de diez personas. Después —como siempre ocurrió en mi casa—, la tecnología de última generación trajo la secadora de gas y sustituyó a las cuerdas de tendido.
Cuando inicié mi vida independiente, como era de esperar (uno aprende lo que ve), la secadora de ropa encabezó la lista de los artículos de primera necesidad y desde entonces sólo ha sido actualizada siguiendo los avances tecnológicos de mi época.

Aunque mi amiga iniciara su experiencia de tender ropa a los trece, eso no me ha ayudado para lidiar con este inusitado reto.
Primero, he tenido que observar los horarios en que los vecinos lo hacen. . . sí, ¡soy la chismosa de la ventana! Pero con el clima ajeno—que tampoco me es familiar— todavía no entiendo como pueden secarse las prendas expuestas a un día nublado con temperaturas que no rebasan los cuatro grados centígrados.
Después, enfrenté el mismo temor con el que me siento a una mesa ajena. Mi inteligencia espacial, desafortunadamente, no es la mejor y con más frecuencia de la que quisiera, termino derramando el vaso de agua. Sí, las cosas parecen estar aceitadas y resbalan de mis manos, o las tropiezo contra otras. Y si esa falta de habilidad manual la llevamos a la poco práctica idea de poner los tendederos fuera de la ventana ¡de la cocina que está a cuatro metros de altura y que da a un patio al que no tengo acceso! Ahora, ¿pueden imaginar lo estresante de la actividad? (hasta ahora, sólo ha caído al vacío un calcetín y por lo menos sé donde está el par “extraviado”). Y no quiero ni hablar de las pinzas, el sentido de los rieles y el poco espacio.
Para completar el drama de mi nuevo deber doméstico, a pesar de que he encontrado el “mejor” momento de hacerlo (cuando hay sol que no calienta y que sople un poco de viento), ese mismo aire gélido me entumece las manos (imposible utilizar guantes o incrementaría el riesgo de perder el guardarropa familiar) me da directo al pecho y, dos semanas y un día después, ¡ya estoy enferma y con una crisis asmática que no había tenido en tres años!

Tal vez Madrid sea una de las ciudades más lindas de Europa y con un bagaje histórico sensacional y propuestas culturales incalculables; que vivir en un lugar distinto siempre atiza mi curiosidad por ver cosas nuevas y que sus parques me inspirar un montón de historias pero, me atrevo a asegurar, sería mucho mejor si. . .¡tuvieran secadoras para secar la ropa!

martes, 8 de diciembre de 2015

"Equipaje"

Dos semanas atrás –parada frente a un montón de ropa y una mezcla variopinta de objetos–, intentaba decidir cuales correrían mi misma suerte y emprenderían un viaje de 9000 kilómetros dentro de una maleta.
La decisión debía responder a un sinfín de variables: lo largo de la estancia y mi necesidad de llevar aquella ropa que me hiciera sentir en casa pero que sirvieran para el clima que pasaría por el invierno y la primavera; debía incluir aquellos objetos que simplemente quería conservar junto a mí por su valor sentimental; y contar con lo indispensable para tener una vida cotidiana operativa y con lo más necesario –que obviamente incluyera la tecnología de la que a veces dependo de más.
Hecho el primer intento, el anuncio de que sólo podía subir al avión con 23 kilos me empujó a pasar el rasero por un segundo tamiz. ¡Mi vida reducida a 23 kilos! Una nube de pánico y desasosiego se instaló sobre mi cabeza, haciendo aún más difícil mi selección final.
Mi criterio inicial: un suéter de cada color, que usaría según mi estado de ánimo; indispensable mi blusa favorita para leer y el pull over holgado para sentarme cómodamente y por horas a escribir. De cuatro pares de zapatos tenis, pasé a uno solo. E imaginando caminatas vespertinas, sólo los zapatos más cómodos tuvieron cabida en mi equipaje; y –a pesar de que la lógica me reñía– un pequeño cuadro se coló para representar un cachito de muro de mi hogar.
¡Cómo envidié a las tortugas esa noche!
Casi me sentí infeliz por la partida cuando –una imagen del pasado– me vino a la memoria:
Apilados en desorden, velises –todos medianos y de todos los tonos de piel– junto a un altero de zapatos, aparecían bajo una inscripción a la entrada del campo de concentración de Auschwitz, en Polonia.  Era la primera parada de los judíos que ingresaban al campo y que debían despojarse de las pertenencias acarreadas durante días enteros, con gran dificultad.

¿Qué llevaron en esos maletines personales? Las fotografías me aseguraron que –aunque con mucho menos espacio disponible que yo– esa gente había utilizado mi mismo criterio de selección pues llevaban menoráhs que imaginaron colocarían con sus siete velas en su aún desconocido hogar; talits para cubrirse al momento de orar, retratos hechos a lápiz para recordar a los suyos y las mudas que probablemente les abrigaran mejor. Ante el futuro desconocido –con un viaje sin fecha de vuelta– seguramente intentaron llevar consigo un pedacito de su hogar.
Cerré mi adelgazada maleta y suspiré al pensar que no faltaría quien tachara mis extravagantes necesidades de apegos pero, a fin de cuentas, ¿no son también esos objetos parte de nuestro pasado? ¿Y no es nuestro pasado el cimiento de nuestro futuro?

Estaba lista para instalarme en el futuro. . . con mis retazos de pasado bajo el brazo y en 23 kilogramos.

lunes, 7 de diciembre de 2015

"Vintage"

Siguiendo una recomendación que alguna vez leí, cada año cumplo con pequeños retos que enriquecen, no sólo mi vida, sino el arsenal de recuerdos para mi vejez. Así pues, cada año: visito un lugar desconocido, leo al menos 12 libros, conozco y entablo amistad con una persona y. . . aprendo algo nuevo.
Este año, aprendí la técnica básica para remosar muebles y objetos al estilo “Vintage”. Sin entrar en etimologías y definiciones sobre la diferencia entre este estilo y el “retro”,  mencionaré que dichos objetos –para considerarse Vintage– deben tener al menos 20 años y aún no se consideran antigüedades. Y, como los buenos vinos, se piensa de ellos como algo exquisitamente mejorado por el tiempo.
Dicha técnica se utiliza para reciclar o rescatar muebles, por ejemplo, y consiste en ir aplicando deferentes capas de pintura, esmaltes y ceras que imprimen la idea del paso de los años. Las capas superpuestas representan las épocas y, para hacerlas manifiestas a la superficie, se lijan pequeñas áreas y hasta se simulan depostilladas que terminan de dar el toque de “personalidad” al objeto.
Para quienes me conocen –y saben que el perfeccionismo es el pié del que cojeo– imaginarán que fue todo un reto para mí carecer de patrones o estándares para lograr un técnica impecable. Más soprendente para mí fue escuchar de mi maestra cuando –notando mi temor de excederme en el pulido–, sin empacho me aclaró: Esta es una técnica “sin errores”.

Me tomó varios minutos de reflexión silenciosa entender la esencia de lo que ella aseveraba. Hacer algo, sin importar si se hace con perfección o con descuido, y tener al final un producto final “perfecto”, rebasaba mi entendimiento.
Sólo hasta que explicó que el valor de la técnica radicaba en la originalidad y el natural paso del tiempo, fue que me aventuré a jugar con las ceras y el pulido con más soltura. Al fin y al cabo, pensé, como salga, ¡estará perfecto! Fue entonces que pude relajarme y disfrutar de mi creación.

Mientras lijaba con soltura y untaba generosamente las ceras para dar el acabado final, fue irremediable pensar que ­–de aplicar la filosofía de la técnica Vintage– nuestra vida podría ser más placentera y relajada si tan sólo recordáramos que somos creaciones únicas; que hasta las despostilladas que nos hacemos al tropezar nos forjan una personalidad; que el transcurrir del tiempo nos cubre de capas que añaden hermosura a nuestra historia y –más importante aún– que este ensayo de vivir, a fin de cuentas, es una técnica sin errores y que será perfecta. . . porque ha sido vivida.

viernes, 4 de diciembre de 2015

"Cohabitar"

Hay quienes aseguran que –para cuando hemos vivido más de medio siglo–, ya tenemos una idea clara y precisa de hacia donde queremos ir en la vida. Pero, sin afán de polemizar o contradecir, me atrevo a decir que no es así. Si acaso, cuando hemos adquirido algo de madurez y experiencia, lo que hemos aprendido es a sortear los eventos que nos salen al paso, con herramientas más acertadas y hemos desarrollado un grado mayor de resiliencia.
Si realmente pudiéramos imponer nuestra voluntad sobre todo aquello que sale de nuestro control, entonces sí que podríamos asegurar que al final del camino terminaríamos justo en la meta marcada. Pero, ¡nada más falso que el control! ¿Será que esa falsa idea puede ser la que origina tanta infelicidad en la vida?
A estas alturas del camino, mi vida me sugiere más la idea de ser un cometa que –a ratos– parece tener una órbita definida y que avanza sobre una rutina predescible. Pero –las más de las veces– siento que mi ruta cambia de dirección cuando –como enormes planetas jupiterianos– las circunstancias me atraen obligándome a cohabitar un tiempo junto a ellas. Es tan grande su influencia que hasta parece que amenazan con absorbernos y dejarnos atrapados en ellas. Es ahí donde pienso que sólo podemos sobrevivir a esa cohabitación si somos capaces de mantenernos a suficiente distancia, resistimos, y logramos salir de la órbita de la circunstancia en el momento necesario para continuar el viaje.

Pero, ¿hacia donde nos dirigimos cuando hemos pasado de una órbita a otra? ¿Realmente podemos redireccionar nuestra vida con la facilidad con la que aseguran muchos? ¿Cuánto nos ha cambiado el cohabitar al paso con situaciones difíciles o con gente que gana influencia sobre nosotros? ¿Realmente somos capaces de retomar la ruta y el ritmo cuando las energías han mermado por el esfuerzo de sobrevivir al reto de no ser absorbido por las circunstancias?

Creo que –aún en los cincuentas– tenemos que vivir todavía un sinfín de replanteamientos y reinventarnos nuevos mapas de viaje. Y si alguien aún guarda la fantasía de que puede controlar su futuro y que puede conservar su destino final intacto, tal vez esté en lo cierto: porque seguro. . . todos vamos a morir.