domingo, 31 de julio de 2011

"La otra"

“Egresada de la facultad de la institución de más prestigio en México en Derecho y con maestría en Inglaterra en materia ambiental; dominio de tres idiomas y futura representante de nuestro país en los foros internacionales”. Sí, es la presentación “oficial” de una joven mujer a quien admiro mucho: mi hermana política. Pero, esta vez, quisiera hablar de la “otra”.
Esposa, capaz de recibir a su marido con una sonrisa después de un día que incluyó el cuidado de tres hijas, que van de los dos años y medio a los siete, más un bebé de un mes al que está amamantando. Anfitriona, por una semana, de seis personas durmiendo en casa y de más de tres docenas de invitados para la celebración de un bautizo, con naturalidad y estilo.
El orden de su casa, apoyado por un menú programado por día e instrucciones múltiples de horarios, actividades y una buena dosis de flexibilidad, lleva a buen fin cada día y, haciendo de todo, un momento de alegría y disfrute.
Sin quitar mérito a la mujer profesional y brillante que también es, en mi opinión, su “otra” faceta resulta aún más impresionante y, no sólo por la forma en que la desempeña, sino porque una sabiduría femenina, en vías de extinción, la ha llevado a la conclusión de que: ser madre y esposa, son dignas carreras en las que invierte su vida por elección y convicción.
Desde que inicié mi adolescencia y hasta la fecha, he sido bombardeada por los medios y una sociedad que me ha querido convencer de que, la única forma de desarrollarme y lograr la plenitud como mujer, es con una profesión brillante y una independencia económica. Y, aunque confieso que por momentos casi han logrado venderme su propuesta como “la verdad”, es cuando veo a mujeres como esta admirable chica que reafirmo que, el rol de esposa y madre, nos revisten de una indiscutible dignidad de la que han querido despojarnos.
A mis cincuenta  y uno, me alegra pensar que, por mujeres como mi cuñada, el mundo conservará a la familia como la sana y básica organización social, y más importante, generarán seres humanos equilibrados, sensibles e íntegros.

sábado, 23 de julio de 2011

"Viviendo conmigo"

Con un dolor en el corazón, como el corte del fijo de una hoja de papel en el dedo, repasaba las palabras de una recién conocida: “Pobre del editor que tenga que trabajar contigo, realmente lo compadezco”, me dijo, después de que yo le ofrecía mis argumentos para sustentar que, la frase en uno de mis escritos, era correcta.
Aunque relaté la anécdota a mi esposo entre risitas, la verdad es que aún me ardía la cortada.
Y, haciendo como siempre hago cuando algo me lastima, pienso. Así, pensando, comencé a repasar mi vida y la gente que está más cerca que la comparte conmigo.
Mi esposo, mis hijos, mis amigos más entrañables y mis colaboradores de trabajo. Cada uno tuvo su tiempo en mi reflexión. Necesitaba responder a mi pregunta, ¿Qué se siente vivir conmigo? Las respuestas, algunas, fueron como limón a la herida. La velocidad de mi paso y la exigencia de perfección podían ser como lija en el ánimo de otros, reconocí. Y, afortunadamente y gracias a mi memoria emocional, también rescaté abrazos y lo que llaman “caricias verbales” asegurándome que también he hecho cosas bien.
Al final de la lista, fue mi turno. ¿Cómo me siento de vivir conmigo misma? Silencio total. . . Las respuestas, como en el juego de los encantados, me dejaron en suspenso. ¿Me gusto, realmente? ¿Estoy satisfecha de lo que he llegado a ser y en lo que me estoy convirtiendo? ¿Me place ser quién soy?
A mis cincuenta y un años, me doy cuenta, no me he fabricado aún respuestas estereotipadas y rígidas a cuestiones tan complejas. Eso, per-sé, es una ventaja y eso, respondiendo a mi primera pregunta, me gusta de mí.

"La partida"

Supongo que a mi edad, uno de los temas de conversación más frecuentes entre mis coterráneos es “El nido vacío”. Si no de manera permanente, todos estamos viviendo la experiencia de una casa donde hasta se escucha el eco y una mesa con tan sólo dos cubiertos que, como ombligos, se quedan plantados tras la decisión de mejor salir a comer a un restaurante.
Los hijos, como tantas veces escuchamos, son prestados. Tarde o temprano y por las razones más diversas, se van para andar sus aventuras. Los padres, medianamente sabios en su relación, retoman viejas rutinas de compañía y actividades postergadas durante el tiempo de la crianza. Si algo no sale bien, corren a la librería por material de orientación, ayuda y sugerencias. Y si acaso esto no es suficiente, las terapias existen como otro recurso disponible. ¡No estamos solos!
Pero, que distinto es el proceso cuando un amigo se va. Por más que busco, no encuentro literatura que me ayude a superarlo. Mi única herramienta, hasta ahora, es la resignación y una actitud positiva (y forzada, debo confesar) pensando que la distancia entre nuestros amigos y yo tiene el gran fin de traerles un mejor futuro. ¡Porque todo será para bien y por su bien!, me repito entre dientes.
Aunque, si he de ser sincera, al final, la respuesta no me trae un verdadero alivio porque sé que es sólo el principio de las pequeñas dosis de tristeza que están por venir. Porque llegará el día de la siguiente celebración familiar y no escucharé las risas de mi amiga, siempre con ocurrencias y bromas hasta de los temas más serios. Tampoco veré la sonrisa afable que mi amigo que con generosidad nos regalaba al escuchar de nuestras peripecias y problemas. Nadie usará el catálogo para elegir la película de la noche en la sala de TV pues tampoco habrán ido sus dos encantadores hijos.
A partir de hoy, las celebraciones íntimas, los cumpleaños, los aniversarios, los principios de año y las vísperas de Navidad estarán incompletas, y tan incómodas como la vista de un rompecabezas con fichas faltando en el centro de la imagen.
Nuestros amigos se van. Con la misma razón que los hijos, buscando una vida mejor y jugando a la aventura. Estoy triste, muy triste y, aunque no ceso en mi búsqueda, aún no encuentro el libro, “Cuando los amigos se van”, que me traiga la receta para acallar mi tristeza.

miércoles, 20 de julio de 2011

"Confusiones"

Con maletas a mi alrededor aún sin desbaratar, detengo mi carrera y pienso, ¿Hace cuánto que no tengo un momento de reflexión, así, en total quietud? Mucho. . . demasiado.
Los últimos meses colmados de imprevistos, accidentes y eventos difíciles de sobrevivir, alteraron mi diario vivir y hasta mi lugar de residencia. Lo que planeaba fuera un lugar para estancias alternadas con mi casa, se convirtió en prácticamente mi lugar definitivo. Los pocos regresos a mi casa original fueron distorsionando mi concepción y comencé a preguntarme, seriamente, donde estaba mi hogar.
En medio de mi caos existencial, la única rutina para darme piso fue el lugar donde dormir, la Toscana. Su calidez y encanto, en las noches de mayor angustia, fueron el remanso y la compañía en medio de mi soledad. Sí, entonces la Toscana era mi hogar, llegué a pensar. Pero, a pesar de la magia del lugar, mi corazón no estaba en paz y volvía a hacerme la pregunta. . . ¿Dónde está mi hogar?
Hoy, después de muchos meses, con tres maletas llenas de ropa y objetos acumulados durante mi tiempo en la Toscana, he vuelto a la ciudad y la duda vuelve a asaltarme.
Al amanecer, desorientada, busco la tenue luz y el arco de la puerta de madera. En su lugar, persianas azul plumbago y una planta colgante aparecen. Mis pies, esperando sentir el tacto de solera se sorprenden con el frío liso de la duela. Todo en mi añora el olor de la Toscana y regreso a la cama apretando los párpados para volver al sueño.
Un abrazo entibia mi amanecer y una respiración profunda me arrulla. Su beso en la frente, un murmullo y sus manos arropándome antes de partir me dan la respuesta. Estoy en casa, este es mi lugar. . . ahí donde está mi amado, ahí está mi hogar.
A los cincuenta y uno, repito la frase “Allá donde tú vayas, allá iré y ahí donde mores, ese será mi hogar”. Hoy, tengo la certeza de que mi hogar no tiene calle ni número y descubro que, ahí donde mi esposo esté, ese es y será, siempre, mi hogar.

martes, 12 de julio de 2011

"Planes"

¿Quieres hacer reír a Dios? ¡Haz planes!, dice en broma uno de mis hermanos. Y, a estas alturas del año, supongo que Dios ha tenido uno y mil motivos para soltar sonoras carcajadas.
Esta noche, fresca y solitaria, me ha hecho recordar el motivo de mi vida en la Toscana, la guarida donde me encuentro con Dios en esta Tierra y donde, hace no muchos meses, planeaba refugiarme para escribir, escribir y escribir. Mi lista incluía el final de la novela, completar el “Cuentario” y material para dos concursos. ¿Mi recuento de avances? Sólo cuatro blogs que evitan que mis letras mueran asfixiadas y para que mi alma sobreviva al silencio del teclado.
Lo extraño es que, si volviera el tiempo atrás, volvería a invertir cada minuto de estos meses exactamente igual. Mis planes yacen ahora en el pasado y mi pasado ha sido el que me ha traído a mi presente, uno que agradezco a Dios de todo corazón.
Sin embargo, al revisar mi agenda con apenas un salpicar de anotaciones a lo largo de muchas semanas, comienzo a cuestionarme sobre el plan para mi futuro inmediato. Y descubro que un temor secreto se ha apoderado de mi voluntad y me susurra cuando duermo: ¿Para qué?
La incertidumbre es, tal vez, el origen de muchos planes. Y confieso que, el planear, es mi principal antídoto contra ella.
Detengo mi reflexión, cierro los ojos y reviso mis naipes: compromisos inesperados, incertidumbre, deseos pendientes, miedos y la carta de un Rey. . . el Rey de Reyes y, lo que parece una mano de cartas sin sentido, con Él al centro, se convierte en un juego ganador.
A mis cincuenta y uno, es cierto, al día de hoy no tengo planes o metas claras en mi futuro pero, tengo la certeza de que Aquel que rige mi futuro, me guiará hasta ellos.

lunes, 11 de julio de 2011

"Memorias" (Final)

La bienvenida a la habitación, aún a oscuras y en mitad de la noche, se dio con el único abrazo capaz de mitigar mis miedos y mis dolores: entre los brazos de mi esposo. Ambos, como siempre, nos repetimos, vez tras vez, que nos amábamos y lloramos de felicidad hasta que la visita del médico nos interrumpió.
-¡Felicidades, papás!- dijo sonriendo, aún con la pijama quirúrgica.
Con una risa algo tonta, agradecimos la felicitación.
-¿Y cuáles son los planes? ¿Quieren más hijos?- preguntó.
Obviamente nos tomó por sorpresa y soltamos la carcajada. Aún no teníamos a nuestro recién nacido en casa y ya quería una respuesta sobre el siguiente.
-No lo creo- contesté, tratando de aplacar mi risa,- si tengo uno cada 8 años, seré abuela de mis hijos.
Los dos varones festejaron mi broma.
-Me alegro de escuchar eso porque, ¡la libramos de milagro!
En un instante enmudecimos.
-Su matriz estaba tan delgada como una tela de cebolla y, si nos tardamos unos minutos más, se desgarra y no quiero decirle lo que les hubiera sucedido a usted y a su bebé.
Una urgencia insoportable me invadió. ¡Quería ver a mi bebé! ¡Necesitaba cargarlo y abrazarlo para protegerlo!
-Pero. . . gracias a Dios, todo está excelente y, si se porta bien, en un par de días se van a su casa- agregó, - y yo, por cierto, ya me voy a la mía. Mi esposa odia que sea ginecólogo. . .
Tomada de la mano de mi esposo, me sumí en el sueño del que desperté pocas horas después. Apurada por arreglarme, pedí que me ayudaran para bañarme y alistarme. ¡No quería que mi bebé me conociera en esas fachas!
Con ansiedad mezclada de emoción recibimos a la enfermera que empujaba una cunita con ruedas y que se acercó para poner al pequeño atado de mantitas en mis brazos.
Mi esposo se acercó y con ojos borrosos de lágrimas, lo miró mientras pasaba su brazo sobre mis hombros. ¡Nuestro hijo era tan bello y perfecto! Mi madre nos miraba conmovida.
Al entrar la primera visita, pedí a mi mamá ayuda para sacar del cajón la cajita con tarjetas de agradecimiento y los chocolates en forma de puro para obsequiar.
-¿Podrías dárselo, Gordito, por favor?- dije, alargando la mano con la tarjeta y el chocolate.
Curioso, como siempre, leyó la tarjeta antes de entregarla, deteniéndose a la mitad del camino.
-¿Salvador Octavio?- preguntó, mirándome con incredulidad.
-Sí, Salvador Octavio.
-Pero. . . tú. . .
-Porque yo sé que un día, él sentirá tanto amor por su padre como yo, Gordito, y él se sentirá orgullo por llevar tu nombre- lo interrumpí.
Ignorando a las visitas en la habitación, se acercó llorando y riendo para abrazarnos. Pero, el abrazo seguía incompleto. . . ¡Debíamos irnos pronto para completarlo! Porque, ahora, éramos una enorme familia de cuatro y nuestra hija, la hermanita mayor, nos esperaba en casa. ¡Gracias a Dios ya estábamos juntos!

"Memorias" (Sexta parte)

Los juegos y concursos en el “baby shower” organizado por mi mami habían mantenido a mi mente alejada de los apretones y calambres en el vientre durante toda la celebración. Sin distraerme de la fiesta, mi hermana, estudiante de medicina, ocasionalmente se sentaba junto a mí poniéndome la mano sobre mi vientre endurecido mirando su reloj.
-¡Yo digo que nacerá. . . el 11 de julio a las 9 de la noche!- respondió Tina, amiga de mi madre, al dar su respuesta tratando de adivinar la fecha de nacimiento del bebé.
Todas nos reímos. ¡Hoy es 11 de julio!, gritó alguien, ¿Sugieres que nos vayamos al hospital? Nuevas risas estallaron competiendo con el estruendo de la lluvia torrencial que caía sobre la ciudad.
Con pies hinchados, la espalda dolorida y el corazón alegre acabé la fiesta. Al despedirnos, mi padre nos pidió, para su tranquilidad, que llamáramos al médico. Según su experiencia, mi vientre estaba más bajo de lo normal. Atendimos su solicitud y, para nuestra sorpresa, el médico nos indicó que nos esperaba en el hospital en la próxima hora. Mi madre, en pocos minutos, se instaló en el auto para acompañarnos con una maletita en mano.
-¡Aún no recojo los botones que mandé forrar para mi bata del hospital!- me quejé, mientras mi marido, sudando a pesar del frío, buscaba la manera de librar los ríos que corrían por las calles.
-¡Pero, no te puedes quedar todavía!- decía, una y otra vez, -¡aún faltan cinco semanas! ¡Todavía no es el tiempo que el doctor dijo!
Intercalados entre mis quejas por el dolor que me producían los brincos y las de mi marido por la anticipación, ambos esperábamos que fuera tiempo pues no tendríamos el dinero para pagar el hospital  y el médico. Nuestro presupuesto, apretado y justo, marcaba también el tiempo de la llegada de nuestro hijo.
Aún con traje y corbata, pues habíamos sacado al doctor por enésima vez de una cena, y tras una rápida revisión y breves preguntas, dio instrucciones para que me pasaran de inmediato al quirófano. Contrario a los planes, impidió a mi esposo el entrar para filmar el parto con el argumento de que “no podría atender a un desmayado y un parto al mismo tiempo”. Mi marido, moreno normalmente, que lucía pálido y demudado. Así que, me abrazó y besó y, se quedó fuera con mi madre.
Por la expresión y la premura supe que algo estaba ocurriendo. “Ella puede esperar, por favor, retiren a la señora del quirófano”, escuché la orden del doctor en el pasillo antes de ver pasar a mi lado otra camilla con una mujer aún despierta.
El dolor en el vientre era cada vez más intenso y no aminoró a pesar de la anestesia que me paralizó el cuerpo de cintura para abajo.
-¿Todavía siente eso?- preguntó el doctor, al que sólo reconocí por la voz y el marco de sus anteojos. Respondí con un movimiento de cabeza, sintiendo que si hablaba, soltaría en llanto.
-¿Duele ésto?
Negué con la cabeza.
-Entonces ya no podemos esperar. . . va a sentir y tal vez duela un poquito.
Tal como lo anunció, sentía y dolía, pero era soportable. Mi instinto me decía que cualquier dolor debía ser soportable para dar prioridad al apremio del tiempo.
Sintiendo los cortes, el jalar de mi piel hacia los lados y la manipulación de mis entrañas, esperé a escuchar algo más que las voces de los médicos a mi alrededor. Hasta que, un llanto tenue acompañó a un último jalón: ¡Es un niño! ¡Es un varoncito, señora!
Segundos después, arrugado y cubierto de grasita blanca, la carita de mi hijo estaba junto a la mía. Fue entonces que me di cuenta de que mis brazos estaban sujetos a las barras laterales de la camilla. ¡No podía abrazarlo y estrujarlo en mi pecho! Pero, lo besé y lo besé mientras se mezclaban su ungüento y mis lágrimas de felicidad.
¡Bienvenido, mi niño! ¡Te amo! ¡Te amo, papacito!

"Memorias" (Quinta parte)

Las sábanas bordadas con las iniciales “O. A.” y “M. R.” estaban planchadas y dobladas en el cajón junto con el resto de la ropita para el bebé. Octavio Alonso, por si era varoncito y Mara Regina, de ser mujercita, eran los nombre que habíamos decidido después de horas de debate, búsqueda en libros nombres y, por supuesto, uno que otro desencuentro con la familia de mi marido que trataba de colar en la lista de nuestras opciones sus propuestas.
Habiendo aprendido la lección de esperar, decidimos abrir la sorpresa sobre el sexo de nuestro bebé hasta el nacimiento a pesar de que con eso complicábamos los preparativos y los regalos de nuestros amigos y familia.
Faltando 5 semanas para la fecha probable del parto, aún no tenía las tarjetas de agradecimiento por la visita y, en compañía de mi hermana mayor, acudimos al mostrador para elegir el diseño, tipo de letra y ordenarlas con un sobreprecio de “urgencia”. Seleccionados los dos diseños, para niño y niña, pluma en mano llené el formato con el texto que habrían de imprimir pero, al llegar al espacio del “Nombre”, lágrimas en mis ojos me impidieron encontrar la línea sobre la que debía escribirlo.
-¿Qué te pasa?- preguntó, mi hermana.
- Es que.  . .
-¿Es que, qué?- insistió con cierta impaciencia.
-Es que, a lo mejor algún día, mi hijo se sienta tan orgulloso de su papá como yo y lo querrá tanto como yo y. . .
-¿Y?- me interrumpió, tratando de entender mi intempestiva emocionalidad.
-Y tal vez, cuando crezca, se sienta orgulloso de llevar el nombre de su padre- concluí entre sollozos, mientras revolvía mi bolso buscando un pañuelo desechable para secarme las lágrimas.
-¡Pues ponle Salvador y ya!- contestó con brusquedad, intrigada por mi reacción a lo que, a sus ojos, tenía una solución tan simple.
Sin más comentarios, sonriendo y la vista aclarada después de limpiarme los ojos, con la caligrafía más homogénea y estética posible escribí en el renglón: SALVADOR OCTAVIO.
Ahora sí, ¡todo estaba listo para su llegada!

"Memorias" (Cuarta parte)

Mi mundo giraba, primero en un sentido y, segundos después, en sentido contrario. Me era imposible mantener la cabeza en la vertical por más de unos instantes sin que el vértigo torturara a mi estómago, famélico y adolorido de tanto expulsar los alimentos. Día tras día permanecía en la cama y los análisis sólo habían reflejado niveles hormonales duplicados. ¿Posible explicación?. . .”Embarazo múltiple” aunque, extrañamente, las imágenes sólo seguían reproduciendo un solo corazoncito latiendo al ritmo de alas de colibrí.
Semanas en cama perpetua me dieron tiempo de tejer impaciencias, sueños, miedos y proyectos, mientras, padre e hija, vivían planes de helados, visitas al parque, clases y fiestas infantiles.
Dos meses más tarde, mi círculo autorizado aumentó y los minutos de actividad se prolongaron, sólo para ser coartados nuevamente por fiebres que parecían estrellar mis huesos en mil fragmentos. La gestación era aún muy temprana así que, por instrucción médica estricta, el cuerpo tendría que librar la batalla sólo y sin ayuda de medicamento alguno. ¡Mi cabeza era una bomba y el cuerpo una estufa permanente! Pero, sobre ellos, mi corazón y mi hijo eran dos guerreros empecinados en ganar esa guerra contra la enfermedad.
Débil, flaco y feliz, mi cuerpo venció la Tifoidea y mi bebé, aunque había crecido, aún era un pequeño bulto a la altura de mi vientre. El permiso médico para reintegrarme al mundo con mi familia fue extendido y, nuevamente, cancelado pocos días después al surgir un nuevo sangrado. Esta vez, a los casi cinco meses, la placenta aparecía desprendida de las paredes del útero en una pequeña parte, lo que implicaba el riesgo de que se separara totalmente y anticipara el nacimiento, demasiado, prematuramente. El médico marcó una meta que se convirtió en mi obsesión: ¡Siete meses! Necesitábamos alcanzar esos siete meses para tener la certeza de que mi bebé podría nacer con altas probabilidades de sobrevivir.
Si tenía que permanecer acostada y hasta sin respirar por todo el tiempo restante, ¡así  lo haría! Todo por llegar al día de tenerlo en mis brazos y besarlo, aseguré.
Pero, contrario a lo esperado, la placenta sanó, los vértigos pararon, mi cuerpo se recuperó y, por sorpresa, un viaje familiar a Orlando se organizó. Fuera de las náuseas por los despegues y aterrizajes, nuestro embarazo continuó y, hasta incluyó las compras de todo un ajuar para nuestro pequeñito.
Todo estaba listo para recibirlo. ¡Casi llegábamos a la meta! Ahora, sólo quedaba esperar y. . . ¡Decidir su nombre!

"Memorias" (Tercera parte)

-Necesito que vengan al consultorio de inmediato- indicó el médico, usando una voz extrañamente seca.
Entre gemidos y caminando lentamente, casi como intentando flotar, subí al auto. Cada bache, cada brinco, aumentaba mi llanto.
Con un corto interrogatorio el doctor nos recibió y me pidió que me cambiara para esperarlo en la mesa de exploración.
-Les pedí que no hicieran la prueba y esperaran- nos dijo sin quitar la vista de la pantalla mientras, con lentitud, movía el dispositivo del ultrasonido en mi cuerpo en busca del pequeño embrión.
Minutos eternos y yo luchaba por contener el llanto. El aparato no detectaba la imagen que el médico buscaba y pequeños ríos de sudor comenzaron a correr en ambos lados del rostro endurecido del, usualmente, cálido médico.
-¡Ahí está!- dijo casi en un grito,- ¡ahí está su bebé, señora!
Señalando con el dedo lo que parecía un pequeño hueco con un chícharo pegado en el contorno, el hombre sonrió al tiempo que, mi esposo, me abrazó la cabeza para celebrar en llanto, por segunda ocasión, la vida de nuestro pequeño.
Con discreción y una enorme sonrisa, el médico se levantó dejando la imagen de nuestro hijo congelada en la pantalla.
-¡No más celebraciones, por favor!- dijo, antes de cerrar la puerta tras de sí e irse al pasillo a fumar un cigarrillo. . . algo totalmente fuera de su costumbre.
Tomados de las manos, miramos una y otra vez la imagen de nuestro bebé, incapaces de hablar. Un poco enmudecidos por el sentimiento de culpa y otro tanto por la felicidad de saber que aún estaba con nosotros.
La espera iniciaba y no imaginábamos todo lo que eso cambiaría nuestra vida. Al ver la pequeña bolsita oscura con el diminuto ser dentro, una sola era mi oración: “Señor Dios, dale fuerza para que se aferre a esta vida, por favor, dale fuerza”.

"Memorias" (Segunda parte)

¡Detesto los días de 48 horas! Porque, ese es el efecto que la espera tiene sobre el tiempo. Lo vuelve lento al extremo de la frustración. Después de larguísimos días, mi marido volvió de Europa y, desobedeciendo la instrucción del médico, 16 días después de la inseminación, me levanté para hacer la prueba casera de embarazo.
-¡No se ve bien!- dijo mi esposo, buscando un mejor ángulo para iluminar con la lámpara de mano el pequeño depósito con la prueba.
Escurriéndome entre su costado y el muro, yo atisbaba tan cerca como la cubierta de mármol del baño me lo permitía. ¡Sólo a mí se me ocurre poner el dispositivo en la esquina más alejada!, me reprochaba, una y otra vez.
-¡Ahí está, Gordo!- grité, -¡ahí está el anillo! ¡Míralo, si se ve un anillo tenue en el fondo!
Desconfiado natural, mi marido salió del baño para buscar el instructivo y releerlo por enésima vez.
-Entonces. . . el anillo quiere decir que la prueba es positiva. . .o sea, ¿qué sí hay embarazo o que no? ¿Da lo mismo si es intenso o pálido?- preguntó, más para sí.
-¡Estamos embarazados!- respondí y nos abrazamos entre lágrimas.
Por primera vez, en años, nuestro abrazo íntimo tuvo otra razón que no era el buscar la concepción. Era la celebración por el nuevo miembro de nuestra familia en camino, por nuestro segundo hijo y el hermanito de nuestra hija.

"Memorias" (Primera parte)

En mi época, cuando el reloj biológico de la mujer marcaba “30”, parecía que el tiempo de la maternidad se comenzaba a agotar. Aunque ya había tenido a mi hija, el plazo para tener al segundo hijo, en mi mente, había llegado a su fin.
Sumida en la frustración de haberlo intentado por más de 5 años, al natural, con tratamientos e infinidad de estudios que no precisaban el origen del problema para la no concepción, asalté una mañana el consultorio del médico en turno para exigir mi expediente y dar fin al tratamiento y a la espera. Mostrando una gran compasión, el médico me recibió y llegamos a un acuerdo: seis meses más y seis inseminaciones para buscar al tan deseado hijo. ¿Porcentaje de éxito? 50%, suficiente para tomar la decisión de echar mano de esa posibilidad.
Con el plan en marcha, salí para comunicarle a mi esposo la nueva estrategia. Poco sabíamos de las incomodidades y el procedimiento pero nuestra decisión era inamovible: deseábamos a ese hijo desconocido con todo nuestro corazón.
Los días señalados en el calendario llegaron. Habiendo seguido toda instrucción recibida, nos presentamos y, mientras yo permanecía recostada y abrazada por mi esposo recargado junto a la camilla, mi mente suplicaba a Dios: ¡Por favor, Señor Dios, por favor. . .que esto funcione! El tratamiento de inseminación concluyó y debía ser así por tres días.
Al segundo día, a pesar de que mi marido iba volando hacia Alemania en viaje de trabajo, llegué al consultorio para ser inseminada por segunda ocasión. Con un ultrasonido previo que mostró la presencia de más de un folículo, o sea el óvulo que se desprende del ovario, llegué al momento de la inseminación con la advertencia de que había posibilidad de que el embarazo fuera múltiple. Con algo de temor, continué, esta vez con mi esposo en la mente y la misma petición a Dios.
“¿Cómo estás?”, escuché la voz de mi esposo preguntar, en la llamada telefónica desde Alemania horas después.
“Empollando”, respondí. El auricular quedó en silencio por varios segundos. “¿De veras?”, dijo, finalmente, mi marido, -¿Crees que estemos embarazados?
-¡Ajá!- contesté, poniendo mi mano sobre el vientre como protegiéndolo.
No hubo más preguntas. La desilusión, en los últimos meses, nos había dejado dolidos y habíamos aprendido a ser cautelosos, incluso, con nuestras palabras.
A pesar de eso, en el estómago me revoloteaban las ilusiones y mi corazón sabía, esta vez lo sabía. . . Dios me había escuchado y en mi vientre, en un milagro del tamaño de un puñado de células, se multiplicaban sin descanso formando el cuerpo perfecto de nuestro amado hijo.

domingo, 10 de julio de 2011

"Disyuntiva"

Casi puedo asegurar que Dios se encuentra ante una disyuntiva permanente: ¿Cómo bendecir todo lo que Su amor le dicta y, a la vez, enseñar a sus hijos a apreciar las bendiciones?
Sé que puede resultar absurdo pero puedo tomar ejemplos casi en cualquier situación y lugar.
Ayer, por ejemplo, mi esposo y yo asistimos a la presentación de un libro, la lectura de uno de sus capítulos por una cuenta cuentos y una obra de teatro. La entrada fue gratuita y, al final del evento, nos agasajaron con canapés y bebidas. ¡Toda una noche de festejo cultural!
Al final, conociendo al organizador, nos acercamos para felicitarlo y conversar sobre nuestras impresiones. Él, aunque emocionado por el impacto en el público por lo presentado, nos relató sobre todo lo ocurrido tras bambalinas: el transporte no pasó a recoger al elenco del grupo de teatro, la lona que proporcionó el ayuntamiento fue corta e insuficiente, sólo llegaron la mitad de las sillas requeridas, en fin, los contratiempos y esfuerzos fueron muchos más de los que pude imaginar.
Entonces comprendí el esfuerzo realizado para que, a fin de cuentas, sólo llegáramos a disfrutarlo algo más de 50 personas porque, ¿mencioné que el público total apenas rebasaba el medio centenar?
Y, me pregunto, ¿tendrá que ver el hecho de que sea gratuito para no ser valorado? ¿Es necesario que algo sea costoso e implique esfuerzo para la persona para ser apreciado?
Tal vez por eso Dios tiene que ser mesurado en sus obsequios  y así no correr el riesgo de que los tomemos por regalos sin valor.
Mientras escribo sentada a mitad de la sala, miro a mi alrededor e inicio un recuento: en mis últimas dos horas de vida: disfruté del abrazo de mi esposo quien, además, provee y cuida de mí; escuché las campanadas de una iglesia tendida en una cama caliente bajo el techo de una casa maravillosa; con mi cuerpo sano fui a comprar café y unos tamales que disfrutamos mi marido y yo al son de una conversación en paz; pudimos orar juntos y hasta hacer los planes del día. Y necesitaría el espacio de tres entradas para seguir enumerando las bendiciones, los regalos que por gracia, es decir, gratuitamente, Dios me ha entregado.
A los cincuenta y uno, me doy cuenta que he recibido mucho más de lo que he merecido y confieso, no he apreciado ni agradecido a Dios en la misma proporción. 

sábado, 9 de julio de 2011

"Rompecabezas"

Para alguien cuya habilidad de asociación no es tan desarrollada, un rompecabezas puede ser un gran reto. Y tal es mi caso si hablamos del rompecabezas llamado “Vivir”.
Cuando las piezas me son presentadas una por una, no me resulta difícil conocerla, analizarla y comprenderla pero, ¡qué difícil es cuando tengo que acomodarla en el cuadro completo! Y, en los últimos tiempos, una se ha añadido al juego: “la vejez”.
Mis padres, al paso de los años, se van convirtiendo en personas mayores, como antes se llamaba a los ahora llamados “adultos mayores”, en viejos. Y ser viejo tiene infinidad de circunstancias en las  que no había reparado y que ahora estoy aprendiendo. Pero, como antes dije, la estoy conociendo y reconociendo lentamente, entendiendo día a día y el problema siguiente es ¿cómo encaja en la imagen de mi vida?
Viviendo bajo principios cristianos, la respuesta sencilla es “Honrando a tus padres”. ¡Suena sencillo! Ahora bien, ¿qué hago con la escala que Dios ha marcado? Primero Dios, después mi esposo, luego mis hijos, mi ministerio y mi trabajo. ¿Entre qué posición del escalafón acomodo la honra a mis padres?
Repaso, reviso y miro a mi alrededor. El primero en traer una pista es mi esposo quien, con anticipación, se ofrece a apoyarme en la atención de mis padres enfermos, renuncia su tiempo conmigo, su esposa y toma en sus espaldas actividades de mi abultada lista para darme un tiempo de descanso. Después de él aparece mi hermano mayor renunciando a 10 días de su vida para servir a nuestros viejos. Le sigue mi hermana menor renunciando a sus comidas familiares y sus tiempos libres para acompañarlos. La lista crece y crece. Mi otra hermana dejando su casa para atenderla durante el fin de semana, su único tiempo para descansar. Mi hija, corriendo al encuentro de mi madre para desayunar juntas tras dejar a sus pequeños en la escuela. Mi hermano y su familia visitándola, seguramente renunciando a las actividades de sus hijas. Mi hijo, dejando de lado sus diversiones y viajar para pasar dos horas con ellos. ¡Encontré la pieza que enlaza la honra al resto de mi vida en sus ejemplos! Su nombre: renunciación y sacrificio.
Algo de paz me da la revelación cuando, una pequeñita de dos años y medio, la bisnieta de mis padres, me regala una pieza más que completa la parte del cuadro: Con un abrazo espontáneo que envolvió la cabeza de mi madre y un beso bien tronado, le dio nombre a la ficha faltante: ¡Amor!
Una cascada de respuestas me llega al corazón. Supongo que el versículo que dice: “Aquel que pierda su vida por mi causa la ganará” tiene que ver con renunciar a nuestra vida agendada alrededor  de nuestros intereses para entregarla a otros por amor. Porque, ¿acaso amar al prójimo no fue la principal causa de Jesús?
A mis cincuenta y uno, cuando creo que he aprendido a armar el rompecabezas de vivir, descubro que no terminaré de hacerlo sino hasta que mis ojos se cierren y vaya al encuentro de mi Dios.

viernes, 8 de julio de 2011

"Tal vez hoy"

Tal vez hoy, saque a ventilar la esperanza y tiente a la paz a volver.
Tal vez hoy, recorra el camino de la confianza y se abran nuevas veredas.
Tal vez hoy, el viento del perdón sople tan fuerte que entierre viejos rencores.
Tal vez hoy, alguien, no muy lejos, avance un paso más hacia sus ilusiones.
Tal vez hoy, alguien lejos, muy lejos, escuche el susurro de la Sabiduría Divina.
Tal vez hoy, alguien que viene en camino, vaya cargando en su andar nuevas alas, nuevas fuerzas.
Tal vez hoy, en la despedida, de la bienvenida a un nuevo hoy.
Y, tal vez hoy, al cruzar de dos miradas, dos mundos se reconcilien y dos pequeños corazones sonrían por el triunfo del amor.

miércoles, 6 de julio de 2011

"Atropellados"

¡Levanto mi bandera blanca! ¡Tregua! ¡No más!
Esto es más de lo que mi diseño original resiste. ¿Cuánto más puede mi vida tolerar el pisoteo?
Pido que mi agenda no se altere por cada mensaje, correo o chat que aparece en mi pantalla. Y, necesito que el celular deje de cortar las conversaciones con la gente que está frente a mí. ¿Es mucho pedir el rescatar esos espacios de conducir por la carretera y disfrutar del verde mojado de los campos?
No quiero más imágenes saturando mis ojos al paso de las calles. ¿Acaso mi cerebro no merece un poco de reposo? Y, ¿qué tal ampliar un poco, aunque sea tantito, mi espacio vital? Los pasillos del almacén, los pasos de peatones y mi lugar en el ascensor, todos son suficientemente amplios para que nos regalemos un brazo de distancia. Ya no quiero saltar fuera de las líneas amarillas para evitar ser atropellada.
Cuanto deseo lograr escuchar a esas voces que, convencidas de prudencia, callan para ceder el paso a las que no saben esperar y que no quieren escuchar.
Suena mucho y aun así, no es tanto. Sólo pido un poco de silencio, un espacio sin presión de serme arrebatado, una plática que no sea interrumpida, una vista sin bombardeos visuales, un tiempo que, hasta donde recuerdo, era mío.
Mi denuncia es contra la impaciencia, los celulares, la tecnología invasiva, los conductores agresivos, las voces que interrumpen, la saturación visual de los anuncios, el ruido de los televisores eternamente encendidos. ¡Demasiada modernidad para mí limitada humanidad!
A mis cincuenta y uno, quiero parar el atropello y recomenzar una vida de silencio para pensar, calma para escuchar, respeto para ser escuchado, tiempo para disfrutar y libertad en el espacio vital que, antes del celular, la internet, la publicidad y la TV, fue mío.
Bueno. . . si no es mucho pedir.

martes, 5 de julio de 2011

"Resequedad"

Cuando envejecemos, uno de los fenómenos más evidentes es la pérdida de agua. Nuestra piel, el cabello y hasta nuestra mirada va tornándose reseca, marchita. Tal como las flores, nuestro exterior se va empequeñeciendo porque ya no retenemos el elemento que es nuestra principal fuente de vida: el agua.
Pero, cuando miro de cerca la vida de una persona mayor, me encuentro que ocurre lo mismo con su vida sentimental y emocional. Su diario vivir, por efecto de la merma de energía, va tornándose lento y el mundo los va dejando atrás. Sus relaciones, sus eventos, sus contactos van siendo cada vez más escasas. Su corazón también comienza a resecarse pues, poco o nada, recibe de cariño refrescante que humedezca su existencia.
Así que continúan su vida con una nueva fórmula: “Exprimen”. Sí, es la expresión que mi hijo usó para señalarme el fenómeno. La gente mayor exprime cada contacto y le saca, a fuerza de repasarlo, el mayor jugo posible. E igualmente hacen con sus memorias. Vuelven a ellas, una y otra vez, para hundir sus mentes en ellas hasta saturarla de recuerdos para luego sacarlas, exprimirlas y dar un poco de agua a su vivir evitando resecarse hasta morir de soledad.
Escucho tanto que vivimos ya en un mundo sobrepoblado y, sin embargo, cada vez más personas viven deprimidas por el aislamiento y el abandono, especialmente los adultos mayores. Es casi tan paradójico como el vivir en un planeta donde el 75% de su superficie es agua y sufrir ya por su escasez.
A los cincuenta y uno, comienzo a preguntarme si he guardado suficientes reservas de recuerdos para el invierno y si habré de vivir exprimiéndolos, uno a uno, para sobrevivirlo. Y, más me cuestiono, si estoy contribuyendo generosamente con un poco de amor vital con los ancianos que son parte de mi vida.

lunes, 4 de julio de 2011

"Sin prisas"

Las anécdotas e intercambios de información que ocurren cuando conversamos con los taxistas, frecuentemente, tienen un toque distinto. Es como si su itinerante existencia le diera una vigencia dinámica a los sucesos. Incluso comentar el clima tiene una connotación de actualidad pues, ¿acaso no ocurre que ellos han pasado, con gran rapidez, de una nube a un espacio soleado convirtiendo su reporte en uno más fresco que las noticias de la radio?
Pero, no fue la plática del taxista la que conmovió mi corazón sino descubrir que un joven, nacido en una época en la que el “yo” va por delante y donde la prisa por vivir es la que marca el ritmo de los contactos personales, pudiera mostrar que aún existe humanidad en la juventud. . . aunque se haya escaseado tanto.
Tras horas interminables de esperas frente al mostrador de la línea aérea y con un cambio de planes en su viaje por la cancelación de su vuelo, el muchacho abordó el taxi pagado por la empresa para volver a casa un mes antes de lo previsto. Pero, ni el cansancio ni sus sentimientos personales le impidieron compartir sus experiencias de las últimas horas con el hombre mayor que conducía el vehículo. El taxista, atento al relato, no perdía detalle ni oportunidad para mostrar su compasión hacia el joven tripulante. . . tanta atención, de hecho, que en tres ocasiones pasó de largo la salida que conducía al destino de su cliente trayendo más desviaciones y consumo de tiempo en los planes del muchacho.
A pesar de que ya pasaba la media noche y del peso de los apuros del largo día, los errores del casi anciano conductor no lograron sacar impaciencia del corazón de aquel joven. Por el contrario, un sentimiento de ternura le hizo repetir en silencio: “¡Ay, pobrecito señor!”.
Por su mente pasó la reflexión del trabajo que debía ejercer en soledad, aquel hombrecito atento, a pesar de sus años y de la cortesía que, de cualquier forma, mostraba a su pasajero.
A mis cincuenta y uno, alabo los gestos de amor al prójimo que descubro entre la gente pero, más es mí alegría, cuando me topo con algún corazón capaz de bajar el ritmo de su juventud para mostrar consideración y compasión hacia un alma vieja.

sábado, 2 de julio de 2011

"Candil"

La frase que escuché, más veces de las que quisiera recordar, cada vez que alguien me lanzaba un cumplido alabando mi personalidad fue: “Candil de la calle y oscuridad de tu casa”. Algo ofendida, trataba de ignorarla y quedarme sólo con el reconocimiento.
Ha pasado mucho tiempo y, ya con menos defensas de mi ego necesitado de adulaciones, me doy cuenta de que ¡tenían razón! Pero, más importante, fue descubrir porqué tal aseveración era cierta. ¿La respuesta? ¡Simple!
La parte más luminosa de nosotros ocurre afuera y tiene un ingrediente cuya aplicación es poco frecuente en casa con la familia y nuestros seres más cercanos: “La cortesía”.
Si repasamos nuestra conducta diaria en el hogar, veremos que, rara vez, cedemos el paso al otro, ponemos nuestra mejor sonrisa para dar los buenos días u ofrecemos el asiento o un café de manera espontánea. Por el contrario, antes de tomar esas oportunidades, nos instalamos en la posición de aquel que espera ser el blanco de tales deferencias.
Recoger los zapatos, en vez de convertirlo en un acto de atención hacia el esposo, probablemente la acompañamos de un reclamo; servir el plato del desayuno al hijo es un motivo de molestia; o no hacer invitaciones expresas asumiendo que la compañía del otro será obvia. ¡Cuántas cosas podríamos añadir a la lista de ejemplos!
Extraño es pensar que, dada la cercanía y cotidianeidad de nuestra convivencia, merece menos inversión de la preciada “cortesía”, misma que vertimos con más entusiasmo en los contactos con totales desconocidos o gente no significativa de nuestra vida. ¡Paradójico!
A mis cincuenta y uno, me sigo enredando en semejantes absurdos con la conciencia atontada por el día a día y no dejo de proponerme, al darme cuenta, corregir e invertir mis sonrisas, mis atenciones, mis detalles y cortesías en la gente más importante de mí existencia: mi familia.