lunes, 12 de enero de 2015

"Toma la vida en serio. . ."

El carrito eléctrico de juguete, nuevo, terminó en el fondo de la piscina; alguien casi cae de la escalera y terminó con un raspón; esta mañana, tres niños llegaron tarde al concierto escolar después de un atasco de 30 minutos en el tráfico; amanecí con dolor de pies de tanto subir escaleras; y –la última noche– los hermanitos durmieron separados después de una discusión en la que el corazoncito de ambos se sintió dolido. El saldo de la visita familiar, en la casa de la playa, parecía no tener el resultado “blanco” que hubiera deseado. Suspiré.

Entonces me dediqué a repasar las fotografías tomadas sin más técnica que el azar. Mi nieto más pequeño trataba de devorar una mazorca y, tras varios intentos, logró hincarle el diente. ¡Cómo nos hizo reír! Su padre, después de varias décadas, se aventuró a trepar al lomo de un caballo y hace un memorable paseo junto a la hija de su corazón. ¡Bellos recuerdos se tejieron junto al mar! Mis dos nietos mayores corrieron sorteando las olas, entre risas, y su piel quedó tapizada de sol. Mi hija, el padre de mi nieto y mi esposo, haciendo múltiples rondas, se surtieron un manjar sus mariscos favoritos dándose un inesperado banquete.


Caritas con helados, juegos en carrito y abrazos espontáneos quedaron fijos en aquellas improvisadas fotografías.

El reflejo de la piscina me hizo pestañear, ¿o habrán sido las lágrimas de emoción que brotaron al agitarse mi corazón contento? Fue inevitable sonréir. 

La vida para mi familia –a pesar de los contratiempos y problemas propios de nuestra etapa– es buena y más bueno es Dios con nosotros.

Y una frase que alguien me dijo –mucho tiempo atrás– volvió a mi memoria:


“Toma la vida en serio pero no demasiado, que de todos modos. . . ¡se va a reír de ti!”

viernes, 9 de enero de 2015

"LA PROMESA: ¡Todos al agua!"

Salir de vacaciones –para nuestra tribu– era un reto que requería: muchos recursos, mucha logística y ¡muchísima paciencia!

El equipaje debía ser organizado por mi mamá con precisión milimétrica pues el espacio, como todo, debía rendir para acoger mudas diarias para los padres, la multitud de hijos y, por si fuera poco, alguno que otro primo invitado.

Una lata de sardinas es la perfecta representación gráfica de nuestro auto al viajar. Una vez que nos sentábamos en el asiento trasero, quedábamos ensamblados y así permanecíamos hasta la siguiente parada. No venían al caso quejas o reclamos por el mínimo espacio vital que nos asignaban pues ¡íbamos de vacaciones! Y nada podía empañar la alegría que esto traía.

Cantar –por horas enteras– la interminable canción “Un elefante se columpiaba” era siempre parte de la rutina vacacional. Y no podía faltar “Estaba la rana sentada cantando debajo del aaaagua” pues el rosario de nombres lo hacía por demás divertido. ¿Creen que podría competir una familia de las de hoy con sólo cuatro nombres y la rana?

Pero el momento cumbre ocurría a la orilla de la piscina cuando mi papi nos incitaba gritando ¡Todos los niños al agua! Nuestro clan sabía lo que seguía pero la invitación incluía a todos los niños que alcanzaban a escucharlo. Pronto nos veíamos rodeados de desconocidos pues, en aquel entonces, los niños obedecíamos casi en automático a la orden del adulto presente.


Mi padre, en tono militar, organizaba grupos de acuerdo a las edades y anunciaba el orden en el que se iniciaría la improvisada olimpiada. Así, uno a uno, los diferentes competidores iban acomodándose en la orilla que servía de arrancadero y saltaban al agua a la voz de mi papi que gritaba: “¡En sus marcas, listos, fueraaaa! Entonces todos nadábamos poniendo el corazón para ganar la competencia.

Al final de la contienda, los ganadores celebrábamos entre gritos y vítores –incluso de los perdedores– como si de un campeonato mundial se tratara. ¡Esa era mi parte favorita! Pues, para muchos de los participantes, era desconocido que en todos los grupos el ganador era uno de mis hermanos o yo. Y eso me permitía disfrutar viendo la cabeza de mi padre erguida y una sonrisa dibujada en su rostro.


No lo niego, soy muy competitiva, esa es mi naturaleza. Y aunque nunca subí a un podium internacional, puedo asegurar que esos momentos de orgullo de mi padre –al vernos ganar las competencias– fueron y siguen siendo mi mejor trofeo.

jueves, 8 de enero de 2015

"LA PROMESA: Historia del corazón"

Cuando yo era niña –cinco décadas atrás– el tema de los deberes escolares se manejaba de manera muy distinta a como se hace ahora.

Las tareas eran obligación de los niños y nadie se cuestionaba si debía ser de otra manera ni había reclamos si debíamos permanecer por varias horas, cada tarde, hasta completarlas. Nuestras madres –en el mejor de los casos– asomaban la cabeza sólo para segurarse de que no hubiera heridos en caso de alguna discusión por un sacapuntos o una goma.

Si alguna vez traíamos una nota en el cuaderno para que los padres la firmaran de “Enterados”, era un evento que sin duda terminaba con un buen castigo o una tunda. Nadie llamaba al psicólogo ni pensaba que tendríamos daño psicológico permanente.

El hecho es que, contra toda la lógica y teorías actuales, sobrevivimos y tuvimos una buen educación.

Pero no faltaba el día en que, al vernos entretenidos con un proyecto o tarea especial, nuestros padres se involucraran un poco más. . . al menos preguntando. Así fue cuando mi papi -cursando yo segundo de primaria– por coincidencia llegó temprano y me encontró preparando una cartulina para iniciar un proyecto de biología para el día siguiente.

–¿Qué haces flaca? –preguntó, al encontrarme tijeras en mano. –¿Quieres que te ayude?

¿Alguno de ustedes recuerda la emoción que sintió cuando en una rifa se sacó algún premio? ¡Pues así, justo así fue la reacción de mi corazón al darme cuenta que mi papi haría la tarea conmigo!

Sin mucho preámbulo, le mostré la monografía (para los más jóvenes, aclaro que Wikipedia no existía aún) y le expliqué brevemente mi idea de dibujar el diagrama del corazón en el interior de la cartulina doblada a manera de libro.
Sacando su pluma fuente –con la inconfundible tinta verde que él usaba– inició los trazos y dibujando la letra para señalar cada parte del órgano humano, en pocos minutos concluyó el proyecto que a mí me hubiera tomado por lo menos una hora.


–¿Te gusta? –me preguntó, mirando la ilustración buscando algún detalle que afinar.

–¡Ajhá! –respondí (nunca he sido muy rápida para poner en palabras mis ideas completas). –Y como si de fino cristal se tratara, coloqué mi tarea entre las páginas de mi diccionario Aristos de pasta gruesa. ¡Tenía que llegar a la escuela perfecto!

Dos días después, cuandola maestra  pidió ayuda a una compañera para que repartiera los trabajos de biología calificados, me removí en el asiento pues me era difícil esperar para ver el 10 circulado en la portada.

–¿Ocho? ¿Me puso ocho de calificación? –dije en voz alta, al recibir mi proyecto, y miss Lourdes volteó al escucharme.

–¿Pasa algo? –me dijo, mirándome por encima del marco sus anteojos, desde su escritorio.

Negando con la cabeza, zanjé el intercambio para evitar tener por más tiempo su atención.

El resto de la semana fue un tiempo miserable. Cada tarde, al escuchar que mi padre había llegado, me escurría a mi recámara y fingía que dormía, para evitar la pregunta que sabía me esperaba en nuestro siguiente encuentro. Hasta que llegó el fin de semana y fue inevitable toparnos en el corredor.

–¿Qué pasó, Flaca, cómo nos fue en el proyecto? ¿Nos dieron un diez?

Con la cara como flama y los ojos hechos agua, negué con la cabeza. Sintiendo la garganta atorada por las lágrimas, nunca pude decirle mis reclamos por la injusticia cometida por la maestra. Ella no había entendido que era el mejor trabajo del mundo porque lo había hecho él. Y como hacíamos muchas veces, los niños de entonces, mostré mi descontento con un silencioso puchero.

–Ya nos saldrá mejor la próxima vez, Chepi –me dijo, para consolarme y continuó su camino hacia las escaleras.


Lo que no sabíamos entonces es que, como muchas cosas extraordinarias. . .no habría una siguiente vez.

miércoles, 7 de enero de 2015

"LA PROMESA: Correr y ganar"

Sólo quien ha crecido en una familia numerosa, puede comprender lo que es vivir en una competencia perpetua. Nada explica mejor el tema como aquel dicho popular que advierte: “¡Camarón que se duerme, se lo lleva la corriente!”.

En mi casa, si querías comer esa dona cubierta de chocolate, tenías que aguzar el oído para escuchar el regreso de la empleada con la bolsa de pan. O si esperabas viajar mirando por la ventana, debías anticipar la salida y correr al auto gritando ¡pido adelante! Y si querías arreglarte para estar a tiempo, era importante desarrollar una técnica para colarte y poder tomar de los primeros turnos en la regadera.

Así es como sobrevive un hijo que crece “en manada”. Compitiendo, anticipándose y corriendo para obtener el mejor lugar, la mejor oportunidad, la mayor atención. La vida –en ocasiones– resulta difícil y no faltan los momentos en que suspiras preguntándote porqué no fuiste hijo único.

Pero una parte de la competencia recuerdo con cariño y me hace pensar que hay un aprendizaje en todo eso.

Como la mayoría de las familias de mi tiempo, mi papi volvía del trabajo alrededor de las siete de la noche. En su caso, dos claxonazos anunciaban su llegada y, para asegurarse que no hubiera pasado inadvertido (aunque puedo asegurar que todos los vecinos lo habían notado), mi mami ordenaba con un grito: ¡Bajen a abrirle al señor!

Con el mismo efecto que el tronar de una pistola en el arrancadero del hipódromo, por lo menos tres de nosotros nos poníamos en acción. Sin importar si había escaleras de por medio y dejando de lado lo que estuviéramos haciendo, corríamos hasta el buró de nuestro padre y nos enfrascábamos en una contienda para lograr ser quien tomara las pantuflas de papá.

 –¡Carlo las agarró ayer! –era una de las quejas a mitad de los pleitos en que solían terminar nuestras competencias– ¡mamá, dile que me las dé! ¡Hoy me toca a mí!

Después venía el paréntesis que exigía dominio propio y paciencia. El tiempo de las bienvenidas, saludos, preguntas de rutina y acusaciones por las faltas del día. Terminado todo aquello, se escuchaba la pregunta obligada que alertaba al ganador de las pantuflas para el siguiente paso.

–¿Quieres merendar algo, hijo? –preguntaba mi madre, quien siempre ha llamado así a mi papá.

Él respondía, mi mami giraba la instrucción a la empleada y entonces mi papi se sentaba del lado de su cama después de quitarse saco, corbata, mancuernillas y de colgar su leontina en el perchero.

El momento esperado llegaba. Mi papá se sacaba los zapatos y el ganador se acercaba para ponerle las pantuflas. ¡Había triunfado y merecía el honor de calzar a mi papi, esa noche!

No puedo recordar cuando dejó de ocurrir esa rutina de competencia por las zapatillas de noche de mi padre. Tal vez cuando empezamos a crecer y nuestros intereses se volcaron en nosotros mismos. O tal vez fue cuando él cambió su rutina al ir prosperando en sus negocios o. . . honestamente, ¡no lo sé!


Sólo sé que hoy me alegro de haber nacido en una familia de tanta gente donde mi egoísmo tuvo un límite y mi espíritu competitivo tuvo una de las mejores oportunidades para ejercer: ¡Honrando a mi padre!

martes, 6 de enero de 2015

"LA PROMESA: Ahora que lo veo. . ."

Entro en la habitación y, al mirarlo en el reclinable, me parece difícil creer que es él quien está sentado junto al ventanal soleado.
–No sé cuanto mido ahora –bromeó mi padre en una consulta médica– ¡pero yo era un gigante de 1.68!

Aquella broma me hizo reír, al igual que al personal médico. Hoy que la recuerdo, más que una risa, me ha llevado a las lejanas tierras de mis recuerdos de infancia.

Era yo una niña, como decía mi abuelo, “melindrosa”. El tema de la comida era, sin duda, una verdadera pesadilla para mi madre y la cocinera. Verde era un color que siempre traía problemas pues, fuera un vegetal o una pasta, su coloración la colocaba en mi larga lista de “incomible”.

Las técnicas y trucos que mi mamá intentó para que engullera la comida de casa fueron infinitos pero, uno en especial, se convirtió en la más frecuente –no por ello la más efectivo.

–No te levantas de la mesa hasta que te hayas comido el arroz –amenazaba mi madre. Yo ni siquiera la volteaba a mirar.

Pasaba las tardes sentada frente al plato de comida helada y observaba como en el muro se dibujaban las sombras cambiantes por la caída del sol a través de la ventana. Como la opción de comer estaba descartada desde el inicio de la contienda, la única salida que me quedaba era ver surgir una sombra en el muro del fondo: la silueta de mi padre dibujada por el foco de la estancia, cuando volvía a casa.

Cuando eso ocurría, ¡mi salvación y esperanza de dejar la silla del antecomedor resurgían!

Entonces iniciaba un discurso que podría repetir hasta en sueños. Mi padre pronunciaba la pregunta de siempre: “¿Qué haces aquí sentada, flaca?”. Y yo respondía repitiendo la orden de mi mamá, quien, suponiendo que la escena había comenzado en la planta baja, afianzaba su postura con la nueva amenaza de que dormiría ahí –si era necesario– hasta que lo comiera todo.

Entonces mi papi –tal vez conmovido por mi cara aburrida o intuyendo que mi temperamento terco no me ayudaría a cambiar– preguntaba, casi al aire, “¿Qué no hay otra cosa que pueda comer esta niña?”. Y formulada su frase, iniciaba la consabida declaración de guerra entre mis padres.

–¡Por hacer esto es que Nuria no me obedece! ¡Siempre la dejas hacer lo que se le da la gana! –reclamaba mi madre, furiosa, al ver su autoridad socavada por la actitud solapadora de mi padre.

Ignorando los reclamos o contestándolos con frases que trataban de quitar el enroque en el que se atrancaban las argumentaciones mutuas, al final, yo escuchaba de mi padre la frase que abría de par en par mi salida al prolongado castigo.

–¿Qué quieres comer, Chepi?  –me preguntaba papá– ¿quieres un huevo estrellado?

–No –respondía yo, en voz baja –no me gusta el huevo estrellado, mejor una yema con azúcar.

–Prepárenle a esta niña una yema con azúcar para que pueda subir a hacer las tareas –ordenaba él, y era como el banderazo a un interminable tronar de fuegos pirotécnicos pues, mi mami, enfadada por el desenlace, salía entre peroratas y hecha una furia del antecomedor.

Si, mi papá fue el gigante de 1.68 que acababa con mis pesares después de pasar horas y horas sentada frente a un plato de arroz frío que –dicho sea de paso– se me pegaba en la garganta y ¡sabía horrible!

Lo extraño de la vida es que, en las últimas semanas, mi papi ha pasado días enteros rehusando comer y, algunos días, esto se ha convertido en una amenaza grave contra su salud. Y hoy, yo recuerdo aquellos tiempos en que él me convencía de comer, aunque fuera una yema con azúcar, para aligerar mi vida.

¡Cuánto desearía poder hacer lo mismo por ti, ahora, papito! ¡Lo que no haría por ver aparecer la sombra de mi gigante de 1.68!

lunes, 5 de enero de 2015

"LA PROMESA"

Cuando inicié este blog, casi cuatro años atrás, lo hice con la promesa personal de mostrar con honestidad y transparencia lo que una persona que transita los cincuentas enfrenta. Aunque no sabía lo que enfrentaría –pues es un camino que yo misma estoy recorriendo por primera vez– siempre supe que llegaría el tiempo de hablar de temas difíciles y personales.
Y hace unas cuantas semanas –mientras visitaba, en China, el templo de Confucio y un experto presentaba la colección de tés e infusiones–, la introducción de una mezcla de hierbas, conocida popularmente como “Té de los cincuentas”, llamó mi atención. La explicación siguiente me reveló algo que yo ya sabía: El tránsito por la quinta década es la que más presión y estrés genera en el ser humano promedio.
El presentador hizo un resumen simple: “Aún tenemos funciones y exigencias como padres; para muchos, ya incluye una responsabilidad agregada en el apoyo como abuelos; y para los más afortunados, aún tienen sus padres ancianos con ellos. Cada uno de los roles, aunque siempre vienen aderezados de satisfacción, requiere de nosotros un esfuerzo que el cuerpo –aunque aún cuenta con vigor y capacidades mentales suficientes– ya empieza a resentir, pues la juventud de la edad adulta ha quedado atrás”.
Después de la introducción, el hombre comenzó a reseñar una lista de plantas y sus bondades para cada uno de los órganos y sistemas del cuerpo de una persona de cincuenta y tantos años.
Esta mañana, casi con curiosidad infantil, volví a leer la introducción de estos escritos y no pude evitar sonreír. Efectivamente, muchos temas que incluí tenían que ver con la poco pomposa entrada a la década y los novedosos achaques que me aquejaron. Más adelante, también encontré los eventos que implicaban a mis hijos y sus problemas. Y, a lo largo de estos años, no han faltados los espacios que he dedicado al rol más grato de mi vida: ser abuela.
Pero el ciclo de aquel experto en tés no estaría completo si no incluyo lo que este año tiene preparado para mí y que hizo su prólogo en los últimos meses del 2014: mis padres envejecidos y enfermos.

Inicio, casi con temor, un capítulo cuyo final es ineludible: la despedida y la muerte.

Y tratando de ser fiel a mi promesa, escribo para ti –el desconocido que me lee al otro de la pantalla– lo que tal vez ya hayas vivido o, si aún no llegas a los cincuentas, lo que puede ser tu propia historia en el futuro que te espera. Sólo espero que, en todos los casos, te sirva para entender los retos, los dolores, las ansiedades y los momentos en donde tu experiencia, tus creencias y tus relaciones, se pondrán a prueba.