miércoles, 6 de mayo de 2015

"LA PROMESA: El engaño" (final)

Entonces ocurrió lo inesperado. Mi mami, haciendo a un lado su papel rector, se convirtió en cómplice. Después de varios días de mantener bajo resguardo los acordeones y mi violín, y custodiar con celo el piano, nos citó para proponernos un plan de rescate de nuestros instrumentos.

–Se acerca el día del cumpleaños de su papá –nos recordó –¿porqué no preparan un programa con sus melodías favoritas? Tal vez así los perdone y les de una nueva oportunidad.

Emocionados con la idea, aceptamos el reto. Ella nos advirtió que tendríamos que hacerlo mientras mi papi estuviera fuera de casa. Que ella estaría alerta para avisarnos cuando llegara y debíamos esconder las partituras e instrumentos muy rápidamente para que él no se diera cuenta.

La primera sesión para llevar a cabo el plan también incluyó la participación de mi mami. Sólo ella podía revelarnos las melodías que más gustaban a mi papi. "Dos arbolitos", "Farolito" y "Simplemente una vez" fueron las elegidas para el acordeón y "Serenata" de Schubert sería la interpretación de mi hermano mayor y yo, en un dúo de piano y violín. Misteriosamente, la maestra volvió a casa con las partituras necesarias e iniciamos las prácticas con sigilo y contando con la complicidad de mi mami.

Aquella rutina de supervisión al estilo Gestapo quedó eclipsada por tardes de prácticas que incluían el palomear en el estómago que sólo una travesura oculta puede generar. Las carreras y prisas para esconder los instrumentos, cuando mi mami lanzaba el aviso de alarma por la llegada de mi papi, añadían una emoción infantil inolvidable.

El 28 de agosto, el repertorio estaba listo para el sorpresivo estreno. Mi mami, encargada de propiciar el momento, logró que mi papi se sentara en la sala para vernos desfilar con el acordeón colgado hasta sentarnos frente al atril donde descansaban las notas de las melodías favoritas de mi padre.

Al terminar el recital de cumpleaños, los hijos esperábamos con aprehensión el veredicto final. ¿Obtendríamos el perdón y con él nuestros instrumentos? ¿O se agregaría a la sentencia una consecuencia mayor por desobedecer la orden de no volver a tocarlos?

Ahora que soy madre y abuela, puedo imaginar el deleite que habrán vivido mis padres con aquel engaño. Y descubro, al recordar el rostro de mi papi, sus gestos de sorpresa fingida y su expresión indecisa –al final de nuestra ejecución– antes de pronunciar la sentencia final.


Esa tarde de agosto, hubo aplausos de mi papi y lágrimas felices de mi mami, corazones satisfechos de nosotros –los niños –, y una meta cumplida: Los instrumentos musicales recibieron el indulto.

"LA PROMESA: El engaño" (Primera parte)

Cuando niños, nuestra vida transcurría entre horarios y deberes. Los cinco primeros, nacidos con diferencia de once meses o un año –entre uno y otro– formábamos un pequeño regimiento que mis padres criaban a base de reglas y diversas clases privadas: música, inglés, natación, karate, gimnasia y otras que eventualmente completaban nuestra formación escolar.

Para apuntalar los logros –y relajar un poco el ejercicio de la autoridad de mi madre –mi papi instituyó el mecanismo de control de "La libreta". Funcionaba así: Cada uno contábamos con una y en ella asentábamos los horarios en que debíamos cumplir con nuestras obligaciones. Iniciaba después de la comida y, por medias horas, señalaba el tiempo para realizar los deberes escolares, las prácticas de piano, la clase de inglés, etc. Y para asegurar el cumplimiento, cada uno de nosotros tenía un hermano que firmaba al final del día cuando el programa era seguido religiosamente. 


Las cosas marcharon bien, en un principio, pero pronto se confabularon alianzas donde el supervisor firmaba por simpatía, aún cuando el dueño de la libreta no hubiera cumplido con el programa. Hasta que un día se descubrió el fraude y mi padre aplicó la sanción: Los instrumentos musicales –piano, acordeones y violín – serían vendidos y mientras se ejecutaba la sentencia ¡nadie podía tocar una sola nota más!


Ahí aprendimos la verdad del dicho que "Nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido" pues, de la noche a la mañana, ninguno de nosotros pudo volver a tocar su instrumento. Las tardes se volvieron mucho más largas y el poco ensayado arte de perder el tiempo sumó aburrimiento a nuestros días. Ya no teníamos retos técnicos que resolver en la ejecución de alguna partitura ni disfrutábamos al tocar con soltura una melodía resuelta. ¡Qué gran pérdida fue la ausencia de la música en casa!

Continuará. . .

viernes, 1 de mayo de 2015

"EN EL DIA DEL ADIOS: ¡Guapa!

De niños aprendemos sobre las estaciones del año escuchando explicaciones sobre los cambios en la vegetación, el color de los cielos, y la fiebre o lo friolento de los vientos. Pero aún cuando guardé la información aprendida en la escuela, nunca comprendí porqué los mantos blancos no se tendían sobre nuestros campos ni se teñían los horizontes de cobres y dorados.

Pero mi última clase sobre el rotar de los climas, la recibí cuando nos avecinamos con mi tía Anita durante el tiempo en que mi familia esperaba a que nuestra casa fuera remodelada. Con una puerta de por medio, era difícil resistir la tentación de cruzarla para vivir de cerca las costumbres de su hogar.

Así que con frecuencia y sin invitación de por medio, entraba a una casa que durante del correr de poco más de un año, la vi cambiar junto con las estaciones. Vajillas y decoraciones vestían el ambiente que engañaba haciendo pensar uno visitaba una nueva morada. Sin descanso, un sinfín de jarrones, manteles y adornos desfilaban mientras los de la temporada anterior -como vestidos pasados de moda- iban a dar a los armarios.

Y sólo una decoración había ganado el honor de posar sobre la mesa del comedor: las flores naturales frescas y engalanadas de follaje siempre verde. Igual vi rosas que claveles o lilis simulando campanillas. ¡Qué emocionante era recibir la sorpresa del cambio de vestuario de aquella casa! ¡Cuánto cariño transpiraba ese hogar, cariño que recibía día tras día de su ama!

Y si puedo hablar de lo guapura de la casa, cuánto más podría contarles de su dueña, mi tía Anita, ¡siempre guapa!