martes, 28 de abril de 2015

"EN EL DIA DEL ADIOS: La sombrilla"

Dicen que las cosas mágicas ocurren en la niñez. Yo he descubierto que es cierto pues, muchas veces, su magia dura hasta que somos mayores. Por eso es que hoy saco del baúl de mi memoria un recuerdo que me ilumina el corazón con su ternura.

Tenía yo siete años y era uno de los días en que amanecía más temprano que de costumbre pues. . . ¡era Navidad! Aún en la oscuridad de la madrugada, los niños corríamos a buscar nuestros regalos debajo del árbol y más tarde, siguiendo una costumbre familiar, nos arreglábamos para reunirnos en casa de mi abuela Julia.

Para mis hermanos y yo, sin embargo, no era el mejor día pues Santa Claus tenía la mala costumbre de dejar el trabajo de llevarnos juguetes a los Reyes Magos y él se ocupaba de algo más racional: ¡Nos regalaba. . . ropa!

Así que nos tocaba ver –con un poco de envidia– los juguetes de los primos y esperar su generosidad para compartirlos con nosotros. Pero una Navidad, alguien la convirtió en una muy especial. 

Mi tía Anita, al llegar a casa de la abuela, con un grito de ¡Feliz Navidad! y el anuncio de que el viejo barrigón había pasado por su casa, se dispuso a entregarnos los regalos que el benefactor había dejado bajo su árbol. Y, para mi deleite, ¡no era ropa!

Las niñas recibimos un pequeño paraguas y el mío, dijeran lo que dijeran, era el más bonito con su color rosado y las motas blancas. Fue tal vez lo único rosa que tuve en toda mi infancia. Con el corazón rebosado de felicidad, lo abrí y comencé a girarlo. Deseaba con toda el alma que comenzara a llover para poder usarlo, pero no había muchas esperanzas de que ocurriera.

Cuando mi tía Anita me vio tan contenta, preguntó –¿te gustó tu sombrilla, mi hijita?, no pude más que sonreír con mi boca algo desdentada.

¡Sombrilla! Su pregunta me había dado la clave. No tenía que esperar la lluvia para usar mi paraguas pues también podría usarla para cubrirme del sol.

Mi tía Anita, sin saberlo, me entregó ese regalo -y muchos otros- que hoy abro para protegerme del chubasco de tristeza que se cierne sobre mi cabeza. Ella se ha ido y muchos lloramos su partida. Pero me consuela pensar que, como yo, muchos más recibieron “una sombrilla” que les servirá para sonreír con la magia de su recuerdo.

¡Gracias por esa alma generosa tuya y esa presencia alegre que nos hizo reír tantas veces, tía Anita!


Te amo

domingo, 26 de abril de 2015

"LA PROMESA: La Carta"

La música es sin duda uno de los lenguajes con más poder para mover las emociones del ser humano y la oratoria es un don. Pero el alcance de la escritura ¡es insuperable! Revela las ideas de otros, sin las fronteras del tiempo; aviva la imaginación y recrea imágenes que nadie más puede igualar; y más allá. . .nos regala mensajes de quienes amamos y tenemos lejos, muy lejos, más allá de esta vida terrenal.


Ayer, no menos, cuando en mi cielo se anunciaba una tormenta y el ánimo se empeñaba en abandonarme, una carta de mi padre escrita hace algunos años, me habló en su nombre en el momento que más lo necesitaba, diciéndome:

"Lo más importante, que no puedo eludir por el gran amor que les tengo, es tatuar en sus almas la fe en Dios, que es el gran hacedor del universo y el autor de nuestra existencia; que es la luz que los colmará de fe cuando la oscuridad del fracaso y el dolor pretenda aniquilar sus vidas. Mi mayor anhelo es el de lograr fortalecer sus vidas con la bendición sagrada que los hará sentirse protegidos por ese Ser inefable, aún en los momentos más tristes y desesperados de su existencia".
Horas más tarde, la desesperación y la tristeza atacaron mi vida, y siguiendo la dirección marcada por mi papi, recordé poner la mira de mi fe apuntando hacia Dios y pedí la bendición sagrada que me diera la fortaleza que con desesperación necesitaba para no sucumbir bajo el peso de la angustia.

Entonces agradecí que mi papi, años atrás, hubiera tomado el tiempo de escribir aquella carta, y Dios pudo echar mano de ese mensaje para enviarlo a mí, a tiempo y con todo el poder que sólo un padre puede imprimir en su bendición y su consejo.

¡Gracias es bendición sin tiempo, papi, y gracias por dejar ese mensaje para el día oscuro, siempre a tiempo!

miércoles, 22 de abril de 2015

"LA PROMESA: Primeros pasos"

Mientras mi padre agonizaba, comencé a pensar en que pronto caminaría los primeros pasos hacia la orfandad. Pero nunca alcancé a entender que sería como llegar a un cementerio con muchas lápidas en blanco.

Hoy fue un día importante en lo que es una de mis grandes pasiones. Al salir de la cita con mi editor, llevaba entre manos la fecha cada vez más cercana para la publicación del libro y una conversación para iniciar el trabajo para el siguiente. Con el corazón alborotado, en tono de broma lo escribí en el grupo que comparto con mis siete hermanos. Clavé mis ojos en la pantalla del móvil y esperé. . . y esperé. . . y esperé. Varios minutos después, tres líneas aparecieron. Mi hermano que me sigue en edad escribió que le daba gusto. Después, más silencios.

En un intento de aligerar la tristeza que se materializó en lágrimas en los siguientes segundos, escribí tratando de jugar sobre las "enhorabuenas" ausentes. La pantalla volvió a quedar desierta. Entonces comprendí que había perdido a mi seguidor y fuente de ánimo en mi vida de escritora: mi padre.

Ante un anuncio como el de hoy, lo habría escuchado decir cosas como "tienes talento, no dejes de escribir" o "muy merecido, sigue adelante". Seguramente me habría pedido el manuscrito y yo se lo habría entregado impreso en letras grandes para sortear su dificultad con la vista. Pero mi padre ya no está para alentarme ni para pedirme mis escritos.

Aunque mi familia es grande y sé que todos me aman, nadie sentirá tanto orgullo ni creerá en mi como él lo hacía.

Fue así como, este día, llegué a ese triste camposanto que mora en mi corazón y escribí esa primera lápida con el epitafio que ahora cita: 

"AQUÍ YACE MI FUENTE DE ANIMO Y FAN INCONDICIONAL".

martes, 21 de abril de 2015

"LA PROMESA: ¿Alguna vez te dije?

¿Alguna vez te dije que quise ser gimnasta? Fue como una fiebre que no me dejaba ni de día ni de noche.

Cuando comencé mi entrenamiento en casa, no había horario pues cualquier espacio sobre la alfombra era suficiente para incitarme a pararme de manos o rodar hasta culminar el ejercicio con los brazos y la barbilla en alto. Mi cuerpo, por primera vez, no me parecía flaco ni deslucido sino me parecía que tenía la estampa perfecta para ser la mejor de las gimnastas.

Entonces, las niñas miraban la pantalla para aplaudir a Natasha Kuchinscaya y Vera Caslavska a la que después apodaron la novia de México y trataban de imitarlas. Pero yo, secretamente, vivía emocionada por una motivación distinta: la sonrisa de mi papi.

Por coincidencia, una tarde arrobada de pasión olímpica, mi papá volvió a casa con una carga inusual de "colchonetas", que no eran muy distintas a aquellos colchones delgados cubiertos de lona plástica que se utilizaban en los gimnasios. Felipe, el empleado, recibió la instrucción de extender la colchoneta blanca, la más larga, a lo largo del jardín mientras mi madre con razón
reclamaba que el pasto de su jardín se arruinaría.

Haciendo oídos sordos, mi papi se colocó junto a la colchoneta y, con aire militar (o tal vez con la voz de un entrenador. . . no lo sé pues nunca había escuchado a alguno), nos ordenó que nos dispusiéramos en fila pues esa tarde nos enseñaría como hacer el "salto de tigre".


Supongo que esos primeros intentos no fueron tan acertados pues, al final de la tarde, me dolía el cuello y a la mañana siguiente amanecieron cabellos sueltos sobre mi almohada. Pero nada importaban los porrazos en la cabeza ni las raspaduras en las palmas de las manos pues el gesto de satisfacción y la voz de mi papi gritando ¡bien! mientras aplaudía el ejercicio bien ejecutado por alguno de nosotros eran la mejor razón para seguir intentándolo una y otra vez.

Muchas tardes esperé con impaciencia la llegada de mi padre, con los shorts y las ganas puestos, y escucharlo anunciar que extendiéramos la colchoneta para practicar un rato. ¡Nada amilanaba mi entusiasmo! Fue así como aprendí a hacer las ruedas de carro, a caer rodando y dar de maromas hasta que el estómago se me llenaba de palomas. Pero, más allá de las habilidades físicas, aprendí a disfrutar el orgullo que yo sólo por ser yo hacía florecer en los ojos de mi papi.


¿Y si extendemos la colchoneta para practicar un rato, papi?

lunes, 20 de abril de 2015

LA PROMESA: Cuarenta días

Tengo la  certeza de que cuarenta es un número que encierra un misterioso poder -dispuesto por Dios-, y poco comprensible para la razón humana.

Cuarenta años en el desierto fueron el tiempo necesario para que todo un pueblo aprendiera las lecciones como nación -aunque esos judíos errantes no pasaran el examen final. El aislamiento en una cuarentena protege a su entorno de contaminarlo, y le da espacio para su propia recuperación. Cuarenta días y cuarenta noches llovió sobre la Tierra y Dios purgó de su faz la maldad del hombre. Y Jesús, durante cuarenta días de ayuno, además de ser tentado tres veces por Satanás y sentir hambre, se dispuso a caminar el duro tiempo de su vida junto a los hombres.

Y hoy, a cuarenta días de que mi padre murió, despierto por primera vez sin la sensación de tener una daga a mitad del pecho. Al amanecer, la libertad al respirar me despertó y me tomó unos minutos encontrar la delicadez del cambio.

¿Acaso fue mi oración desesperada pidiendo a Dios reposo y consuelo? ¿O sería el destilar de lágrimas que ya no pude contener la noche de anoche?

Frente a un lago trémulo y el borbotear de la bañera, mi tristeza se refugió en el anonimato de los vapores y la humedad que envolvían mi cuerpo. Y en un rincón, encubierta bajo la oscuridad apenas arañada por el tiritar de una vela, mi alma se volcó en un llanto contenido por interminables cuarenta días.

Pero mi lamento no pugnaba porque levantara el puño a Dios, ni mi voz era tentada para proclamar reclamos. Fue más como el lloro que bulle del corazón del camello que ha perdido algo en el desierto.

Mi corazón, sin mi comando, en algún momento dejó de llorar. Fluyendo en la libertad de su sentir, resolló cansado y volvió a navegar en el silencio de una oración a Dios.


- Gracias por mi padre dijo mi corazón al Señor, enjugando sin apuro las lluvias de su dolor- porque aunque aún añoro su voz y sus sonrisas, y aunque vuelva a llorar su partida al recordarlo, siempre tendré un gracias por haberlo dejado ser parte de mi vida.

sábado, 18 de abril de 2015

“LAPROMESA: Mis regalos”

El fuego competía con la voz de mi padre para atrapar nuestra atención. Los vidrios de las lámparas coloreaban la estancia con los reflejos de las llamas y dibujaban de magia la estancia tapizada con los cuerpos de mis hermanos, tendidos unos junto a otros, frente a la chimenea.
-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -exclamó el Príncipe-. ¿No te quedarás conmigo una noche más?
Mi papi leía con voz tersa y nosotros, sus ocho hijos y mi mami, escuchábamos como el Príncipe Feliz y aquella golondrina vanidosa se daban a la tarea de remediar las miserias –tiempo atrás desconocidas por ambos– de la gente sobre la que antes había gobernado el joven príncipe.

Con mejillas enrojecidas por el calor de la hoguera y el corazón arrobado por aquella historia, sentíamos como las lágrimas hacían hilos de tristeza sobre nuestras mejillas; y pocos percibimos aquel esfuerzo en la voz de mi papi, tal vez conmovido por la imagen empobrecida del príncipe o, tal vez, nunca lo sabré, emocionado por aquella estampa familiar que atesoraría por siempre.
Entonces, a pocos párrafos del final, la golondrina enamorada del príncipe lo besa en los labios y muere a sus pies; la estatua depauperada –ya sin gemas ni oro– es echada al fuego para ser fundida y vanos son los intentos del oficial de la fundición para desbaratar el corazón de plomo.  En los últimos renglones, Dios, al ver el amor y entrega de la golondrina y su amado príncipe, los acoge en su jardín celestial para vivir juntos para siempre al reconocer que ambos son lo más valioso de aquella ciudad.
La voz de mi padre calló. Todos imitamos su silencio y el chisporroteo de la leña encubrió nuestros resuellos y llantos ensordecidos bajo la manga de los pijamas. Las reflexiones nacidas esa noche zumbarían en nuestra conciencia durante muchos días. Todos, poco o mucho, durante esa velada, habíamos cambiado nuestra forma de ver el mundo.
Mi padre, frente al danzar de las llamas –sin  yo saberlo– había sembrado en mi alma joven la semilla del príncipe feliz, imaginando que tal vez un día –tal vez esta misma noche– mis ojos se abrirían sobre la ciudad llena de miserias y podría reconocer que “placer” y “felicidad” no son la misma cosas.
No sé pero, puede ser que aquella noche mi padre soñara con este día –esta misma noche que hoy vivo–, con la esperanza de que yo pudiera reconocerme bendecida y anhelara compartir mis gemas y mi oro, para bendecir a otros.
Mañana será mi primer cumpleaños sin mi padre y –no puedo negarlo– lo extraño más de lo que puedo explicar. Pero no será una celebración sin regalos pues –hace cuarenta años– en una noche maquillada con el encanto de su voz y el vibrar apasionado de las brasas, él me regaló, para este cumpleaños: 

Un recuerdo para aliviar mi nostalgia, 
un corazón compasivo 
y una enseñanza para vivir.


¡Feliz cumpleaños a mí!

viernes, 17 de abril de 2015

"LA PROMESA: Alas y sueños"

La adolescencia puede ser como un río sin cauce. 
Es como levantarse, cada día, con la necesidad imperiosa de gritar y levantar el puño, y no tener mas que una melena ensortijada para expresar las ansias de una vida sin fronteras. Y yo, como muchos, hice blanco de esa rebeldía ciega a mi madre.
Tenía que huir, aunque no tenía ni idea de a donde dirigir mis pies insaciables de nuevos horizontes; y en medio de mis deseos voraces de vida, una mano –cierta noche– dejó sobre mi buró un libro. . . uno que sirvió de mapa a mi alma ávida de libertad: “Siddhartha”.
Adivinando mi frustración, mi padre, cierto día, jugando el papel de mediador en las incontenibles batallas entre mi madre y yo, abrió la puerta hacia un lugar en donde no se valían palabras pronunciadas. Ese nuevo espacio regalado, resguardado entre páginas y portadas, habría de convertirse en mi personal refugio para la reflexión y mi inviolable intimidad para echar al vuelo en estallidos de conductas irreverentes, romances anhelados y aventuras sin horarios.
Así fue como mi papi, quien me dejó a merced del aliento vital de los libros,  –con un poco de maña– tendió un puente para hacerme llegar los mensajes que el ruido de mi rebeldía no me dejaban escuchar.
Si, Siddhartha, aquel joven empecinado en vivir ajeno a las fronteras seguras de su padre, fue el primero que levantó conmigo el estandarte de la autonomía vital, no sin compartirme –a través de su historia– sobre los baches de tristeza que encontraría y el tortuoso camino de la incertidumbre en el futuro; pero fue mi papi quien atizó la vena de la ambición de letras y la búsqueda de sabiduría en las minas de los libros.

Tú te has ido ya, papi, a un lugar donde no puedo alcanzarte aún; pero sigo encontrándote entre las letras tejidas en historias y, casi sin querer, te imagino por las noches dejando una nueva andanza, un consejo a tiempo o un sueño refrescante –sobre mi mesa de noche– entre las alas de un libro.

¡Te extraño!

viernes, 10 de abril de 2015

"LA PROMESA: Primeros"

Desde que mi padre falleció, un nuevo capítulo inició en la vida familiar, uno que incluye muchos “primeros”.
La primera vacación sin él, la primera noche en una habitación vacía, los primeros cumpleaños de mis hermanos sin verlo sentado a la cabecera y. . . los primeros errores.
Aunque es cierto que todos vamos por la vida dejando huellas de equivocación –que después nos recuerdan los caminos que no debemos volver a recorrer– hoy lamento haber cometido algunos que trajeron más dolor a mi madre.
Además de la pena de estrenarme en la triste realidad de la orfandad, he tenido que ver como el alma de mi mami se desmorona bajo el peso de su viudez. Es tan grande la pena, que me resulta insoportable.
Algunos días, mi mecanismo de defensa –sintiéndome incapaz de sobrellevar el sufrimiento– entró en acción y me apliqué en “reparar” el abatimiento de mi mami, casi obligándola a ignorar el dolor y empujándola a participar en actividades y reuniones.
¡Nada funcionó! Ella carga su tristeza a donde va y sus lágrimas corren sin control. Hay días en que mi frustración amenaza con arrastrarme y desistir.
Una noche, la más oscura y solitaria, mientras preguntaba con desesperación a Dios lo que había de hacer para rescatar a mi mami del maremoto de pesares donde la miro naufragar, me di cuenta de que sólo hay algo por hacer: llorar a su lado y tomar su mano para anclarla a un presente donde me encuentre para recordarle que la amo.

Así, en los ratos a solas con mi madre, he ido sintiendo el ritmo lento de los pasos de su corazón. Estoy aprendiendo a sentir su lamento y acariciar su cabello mientras le recuerdo que la quiero, que estoy con ella. Su letargo, entre suspiros, me está enseñando sobre los ensueños y ternuras de la vejez. Y, mientras navego junto a ella sobre ríos de lágrimas, voy dimensionando el valor que se necesita para vivir sin el sorbo diario del amor añejo.

Caminaremos, mami, lentamente. . . así, sin apuros, muy juntas, este valle de lágrimas, y guardaré en la cajita de la esperanza la última carta para alegrar tus labios: Un reencuentro eterno con tu amor, mi papi.

jueves, 9 de abril de 2015

"LA PROMESA: 5:33"

La habitación continuaba en penumbra y se respiraba agotamiento. Los últimos visitantes habían partido horas atrás, dubitativos ante la sensación de despedida final.
El remedio del aspirador había devuelto el tono de suspiro a la respiración de mi papi. Su piel lucía con una lozanía inexplicablemente joven y sólo la palidez parecía no encajar con su rostro relajado.
Mi hermano más chico, vencido por el cansancio, dormitaba en el otro extremo de la cama dejando un espacio entre él y mi padre. Mi otro hermano dormitaba en el reclinable, a unos cuantos metros, y la enfermera, como soldado de guardia, respiraba pausadamente, sumida en un sueño ligero después de más de 18 horas de guardia.
Deambulando por la recámara, decidí recuperar mi lugar junto a mi padre para tomar su mano y acompañarlo un rato más.
Tres habían sido mis peticiones a Dios y, dos, eran deseos cumplidos. Sin exigencia pero con expectativa, seguía pidiendo que me concediera ese tercer regalo: Acompañar a mi padre hasta su último aliento en esta Tierra.
Hacía semanas que perdía la esperanza de poder tener ese honor pues la compañía y las visitas eran incesantes. Y cuando se tienen 7 hermanos, la posibilidad se diluye ante la certeza de que cada uno estaría pidiendo a Dios tener el mismo privilegio.

Pero ahí estábamos, mi papi y yo, tomados de la mano. En un instante, la tentación de guardar para siempre aquel momento me venció y tomé una fotografía de nuestras manos entrelazadas. Después, sin motivo, mi hermano menor se levantó y partió.
Me acurruqué junto a mi papi, una vez más, y le susurré que lo amaba, intentando continuar con ese juego que inventamos durante sus últimas semanas, donde yo le decía que lo amaba y él – compitiendo– me respondía que me amaba más. El duelo de cariños debía ser jugado hasta el final del partido pero, esa vez, ya no hubo respuesta. Cerré los ojos y acaricié su mano.
Su respiración era lenta, su mano tibia aún me sujetaba con el toque suave de un bebé dormido cuando lo sentí. Con la misma ligereza de la mariposa que abandona a la flor, así echó al vuelo el alma de mi papi. En un instante, su presencia junto a mí se desvaneció como vapor que se dispersa. Su mano ya no tenía su alma.
–¡Mi papi se ha ido! –anuncié, incorporándome, despertando a mi hermano y a la enfermera. –Mi papi acaba de irse con el Señor.
Sin soltar su mano, observé a la enfermera como se aseguraba que no había latidos ni respiración hasta confirmar que era cierto, mi padre había dejado de existir en este mundo.
–¿A qué hora ocurrió? –preguntó.
–5:33.
Mi primer deseo –que mi papi fuera salvo por reconocer a Jesucristo como su Salvador– vió sus frutos esa madrugada, cuando mi papi partió a vivir en la eternidad con Dios. El segundo –que no sufriera en sus últimos días– lo vi cumplirse mientras compartía la paz con la que recorrió esos últimos días de postración. Y el tercero, a las 5:33 horas del día 10 de marzo, despedí a mi papi mientras –juntos y tomados de la mano– se fue con alegría infinita al cielo.

¡Gracias, Dios, por mis tres regalos! ¡Gracias por ese padre maravilloso que ahora vive junto a ti!

martes, 7 de abril de 2015

"LA PROMESA: La viuda"

Una mujer, una anciana de 80 años, ahora es viuda.

Lo escribo y leo el enunciado en la pantalla –una y otra vez– en un intento por comprender la dimensión de la noticia. Casi con obsesión, repito el ejercicio para que esa realidad logre entrar en mi conciencia. Con intención, omito escribir que el esposo ausente de esa mujer es mi padre y que la anciana solitaria es mi madre. Entonces, aún con la verdad diseccionada, mi corazón se aja a la luz de una verdad lloviznada de soledad.

¿Cómo se vive con medio corazón?, me pregunto al ver a esa bella flor marchita por la pena. ¿Es posible levar el alma para andar por el mundo, cuando has perdido las velas que empujaban tu barca por la vida? 

Mi esperanza de verla revivir se desmorona cuando la miro dormitando en esa cama que, en un solo instante, se volvió gigante. La reina del hogar donde nací ya no quiere respirar, ya no quiere mirar al mundo ni contar ni un día más del calendario. 

La anciana, mi mami, sólo quiere dormir. ¿Será que en el ensueño, en secreto, como cuando jóvenes, ella y mi papi se reúnen para lanzarse miradas cargadas de amor hasta enrojecerse el rostro? ¿Se habrán vuelto amantes en los sueños, engañando a la realidad que quiere separarlos con el muro de la muerte?


¡Dios, como ha dolido ver partir a mi padre! ¡Y como duele no tener palabras para consolar a mi madre!