domingo, 10 de agosto de 2014

"Mala madre" (Tercera parte)

El veneno de la sentencia contra mi, a mitad de los recuerdos, recrudeció los juicios contra mis propios errores. A borbotones afloraron a mi mente frases que comenzaban todas con: “Si hubiera hecho eso” o “si no hubiera reaccionado así”. Y, la condena de “el hubiera”, casi me hace sucumbir con su peso hasta el fondo de la desesperanza por lo inamovible.
Entonces ocurrió el milagro cuando me hice la pregunta: ¿Por qué yo?
Cuando la felicidad de saber que esperaba a mi hija se trasminaba por mis poros, con frecuencia le preguntaba a Dios, ¿porqué yo soy su madre, si ella merece la mejor y la más perfecta de las madres? Tal era mi amor por ella, aún sin conocerla, que no podía concebir que yo era la elegida. 
Si quería una vida ideal para ella, ¿cómo podría yo, con toda mi imperfección, no arruinar su existencia?

Sólo una respuesta, en momentos de lucidez, llegó a mi mente. Yo sería su madre porque, de todos los seres humanos sobre la tierra, yo la amaría más que nadie.
Asi como los venenos, en algún momento, se convierten en vacunas y antídotos, esa respuesta catalizó su poder de muerte y lo transformó en uno que reanimó mi alma, inmunizándola contra el odio destructor de quien me criticó y me juzgó.
Sin dejar de reconocer mis errores como madre, redescubrí en todas mis acciones la esencia de amor -razón de mis intenciones- en cada una de ellas, y un baño de gracia fue aliviando el dolor de las heridas causadas por las palabras de maldición. 
Con una suave paz, la inmunidad a la maldad contenida en esos dardos, comenzó a fluir en mi alma y, cuando la convicción de mi amor inneglable por mi hija salió a flote, el efecto del odio recibido perdió su efecto.

Esta es un historia de amor. 
¿Qué porqué la comparto? Porque, hace años, cuando nació este blog, me hice el propósito de escribir con honestidad y porque, tal vez, alguna madre al otro lado de la pantalla puede estar en el estrado lista para ser juzgada en su rol de madre. Así es que escribo con la esperanza de librarla del naufragio cuando, con una memoria, se salve a si misma sujetándose de la balsa del amor.


Y no está de más recordarle que, para juzgar, sólo está Aquel que vive eternamente y que, a fin de cuentas, sólo Él conoce “los motivos de nuestro corazón”.

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