viernes, 1 de agosto de 2014

"¡Cuánta razón tenía!"

Ella tenía una máxima: “El que no vive para servir, no sirve para vivir”.

Desde que la escuché pronunciarla, me dediqué a observarla. Al paso del tiempo, me acostumbré a ver que sus acciones estaban siempre bajo la sombra de su convicción de vida: el servicio.

Pero no fue sino hasta hoy que comprendí la extensión y efecto de la enseñanza de vida de Licha, mi suegra.

Entendí que servir al prójimo no se limita a dar con generosidad a los necesitados y hacer “cosas” que mejoren la vida de los que nos rodean. El servicio tiene otras formas de actuar e incluyen: renunciar, soportar y, en su máxima expresión, el sacrificio.


Y descubrí la otra cara de la moneda al observar como mucha gente sustenta sus relaciones esperando recibir y no servir. Cargan el vínculo con las expectativas de: “Tú me harás feliz” o “Tu debes completar mi propósito de alcanzar la felicidad”. Cuando la persona no cumple el cometido, corre el riesgo de ser desechado y reemplazado.

La fórmula de mi suegra, por el contrario, se finca en la meta de “contribuyo a tu bienestar, te acompaño a crecer y, de ser necesario, sacrifico mi estado de felicidad para que tú florezcas”.

Poner la propia vida al servicio de otros, no es la opción más popular ni la más entendida. Incluso, me atrevo a decir, es criticada y menospreciada por contradecir a la egocéntrica y moderna idea que nos seduce con su propuesta de: ¡Yo primero debo ser feliz!

Entre más conozco a la gente, más admiro a mi suegra.

Gracias por tu ejemplo, Licha.
Tu nuera que te extraña

Nuria

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