miércoles, 15 de mayo de 2013

"Sin fronteras"


Era alta, de cabello negro con destellos de azul, dentadura de formación militar y se llamaba. . . Esperanza.
A mis 16 años y siendo proclive a los sueños, mi maestra de literatura universal se convirtió en la directora de mis primeros viajes sobre caminos de letras. Al iniciar el mes, una lista de cuatro o cinco libros circulaba en el salón y Esperanza, mi profesora, se encargaba de hacer una presentación para engolosinar nuestra curiosidad. Haciendo alarde de sus dones de cuentista, nos llevaba de la mano por el umbral de la historia y, como buena mujer, siempre sabía cuándo detenerse para lograr un coro unánime – ¡Aaaaah, siga por favor!– de sus adolescentes pupilos.

Entonces comenzaban mis actos de escapismo. Incapaz de resistir a la tentación de zambullirme entre las páginas de los libros asignados, por días enteros me transformaba en sombra. Para cuando los profesores entraban al salón, yo me había parapetado en la banca, al final de la fila más alejada de su asiento y,  con mejores dotes que Houdini, lograba la ilusión de mi ausencia.
Embobada en la lectura, dejaba pasar las clases de matemáticas, biología o cualquier asignatura que estorbara mi enajenación en la lectura. Ni maestros ni compañeros parecían reparar en el bulto que, escudado detrás de las portadas, pasaba el día alucinando entre historias y faenas.
El viaje terminaba cuando, antes de que hubiese pasado la semana después de la entrega del listado, pasaba la página final del último libro. El mundo a mi alrededor se redibujaba en realidades que, con urgencia, me recordaban que ahora tenía que iniciar la caza de apuntes y notas de las demás asignaturas. ¡Que martirio!, y no hablo de las clases perdidas, sino de la espera interminable hasta que llegaba la siguiente lista de lecturas.
Hoy, día del maestro, muchos chicos llevarán un regalo a sus profesores y les harán un festejo. A la distancia de 37 años, hoy recuerdo a mi maestra Esperanza y, en secreto homenaje, le escribo estas líneas para agradecerle que ella, con su pasión por los libros, haya puesto en mis manos mil mundos al enamorarme de la lectura. Con su ingeniosa presentación, me mostró el camino al refugio al que siempre viajamos solos y abrió mi pensar a otras mentes.
¿Sabrá ella que, a mis cincuenta y tres años, aún me escapo de la persecución de los deberes para esconderme en el dichoso mundo de papel, tinta  e historias, y me vuelvo invisible? Tal vez ni siquiera lo imagine pero, yo, ¡cómo disfruto desaparecer del mundo!
Cada vez que doy vuelta a la portada de un libro, recuerdo a aquella alegre mujer y agradezco que, en el cruzar de nuestros caminos, su nombre, Esperanza, se convirtiera en el anuncio profético de todos aquellos universos que, hasta en los tiempos más negros, me acogen y regalan la esencia de un futuro sin fronteras: La esperanza.
¡Feliz día del maestro, Esperanza!

No hay comentarios:

Publicar un comentario