sábado, 25 de mayo de 2013

"Erase una vez. . . mi vida: Momentos"

“La vida está hecha de momentos”, recitaba una frase publicitaria y, en cierto sentido, coincido. Esos momentos, a veces instantes, tienen la capacidad de imprimir matiz y realce a la cotidianidad, convirtiéndola, con sus pinceladas, en algo que se imprime en la memoria del corazón como con tinta indeleble al tiempo.
Pero, esta vez, no quiero hablar de ese tipo de momentos sino de aquellos que anunciamos y que se prolongan tanto que hacen desaparecer un mejor futuro, pero. . . creo que daré un paso atrás en la historia y mostraré de lo que estoy tratando de hablar.
Hace no mucho tiempo atrás, cuando el iPad y el iPhone con 3G no habían llegado a mi vida, y la tarde comenzaba a caer, siguiendo el impulso de un reloj interno, me levantaba para recorrer la casa. Mi olfato hacía una inspección antes de acercarme al sahumerio y verter unas cuantas gotas de la esencia que me inspiraba para acompañar la temperatura de la habitación, entonces,  encendía la vela para completar el ritual. Con la vista me aseguraba que los muebles y objetos estuvieran en su lugar, y que una luz, al menos, quedara encendida.
Luego pasaba por el espejo de mi tocador y revisaba que mis rizos lucieran en una caída casual, y que mi rostro tuviera la apariencia de quien no se ha maquillado pero que los estragos del día quedaran encubiertos. Cepillados los dientes, daba el toque final aplicándome labial. Y, complementando el ambiente preparado, rociaba mi cuello presionando dos veces el aplicador de perfume, una vez de cada lado.
¿Qué hacía después? Cualquier cosa. A veces leer, escribir, ordenar un cajón o revisar la agenda para el día siguiente. La actividad, en ese lapso del día, era lo de menos pues, lo principal, ya había sido atendido.

Entonces, portafolios en mano, entraba mi marido. Sin parecer el perrito agitando el rabo, levantaba el rostro y concentraba mis labios en recibir los suyos. Con poca originalidad, entonces preguntaba: ¿Cómo te fue? Y mis oídos, mente y corazón, se disponían a escuchar la respuesta que, en más de las veces, comenzaba con una palabra dicha con entusiasmo: ¡Bien! Y continuaba con un breve resumen de los encabezados del día.
Pero, como en todas las historias de modernidad, la tecnología obró y la escena cambió.
La computadora, para cubrir cualquier eventualidad, permanece prendida sobre el escritorio; el iPad, con la excusa de que también funciona como libro, nunca está a más de dos metros de distancia de mí y, el celular, por cualquier emergencia, o está en mi mano o en el bolsillo trasero del pantalón. Los tres elementos indispensables, hoy en día, me hacen pronunciar una palabra que pone en la fila de espera, a todos y a todo, para tener mi atención.
El reencuentro vespertino con mi esposo ahora tiene otra entrada y abre con: ¡Un momento!
Así, cuando él llega, mi mente ordena ¡momento! y se resiste a distraer su concentración de: El juego que requiere de toda mi atención, la conversación por chat con alguna amiga, el párrafo que justo presenta el clímax de la historia, la búsqueda de ese artículo en Google, la lista de canciones que estoy conformando en YouTube, el más reciente comentario de mi hijo  o la fotografía del álbum que mi hija acaba de subir a Facebook. Las opciones y razones para mantener mis ojos en la pantalla y no estirar el cuello, levantar el rostro y ofrecer mis labios para recibir los de mi esposo, en el momento de la bienvenida, son tan vastos como las opciones que ofrece el mundo cibernético.
¿El resultado? Aquellos momentos personales de contacto, íntimos, húmedos y vívidos, se enfrentan con mi actitud de “un momentito” y, para cuando termina la pausa, se han esfumado y se han perdido en un pasado en el que nunca ocurrieron ni dejaron huella.
¿Dónde estarán los momentos memorables si, atropellada por la permanente urgencia y demanda de la comunicación y la tecnología, vivo postergando lo que tengo enfrente y puedo tocar? ¿Será capaz, toda esa información de contactos virtuales, de llenar con hermosos recuerdos mi memoria y ser la fuente de vida y remembranzas para mis tiempos de vejez?
Una punzada de añoranza me hace cerrar los ojos y revivir aquellas bienvenidas, y junto con aquella imagen, se desborda una cascada de recuerdos: Las conversaciones interminables con los ojos puestos en el otro; el abrazo antes de dormir, envueltos en el silencio; las pláticas en el auto durante los trayectos; las reuniones de amigos donde la atención se fijaba en recordar un buen chiste y. . . ¿Cuánto estoy dejando que me robe la modernidad?

Ahora puedo asegurar, “El ayer tenía tiempos mejores”.

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