jueves, 9 de julio de 2015

"LA PROMESA: Más allá de las montañas (sin remitente) PRIMERA PARTE

Esta mañana, al escampar las nubes, las montañas aparecieron en el horizonte con una invitación o más bien un llamado de urgencia para que yo las caminara. Entonces, sin pensarlo, eché a andar para encontrarme con ellas.

Caminando entre veredas y senderos de tierra, comencé el ascenso, paso a paso; a ratos lenta y ratos a trote, hasta que las piernas me ardieron y el dolor bajo las costillas superó al que sentía en los ojos, irritados de llorar.

Como tantas veces –papi –pensé en ti y me abatió una lluvia de llanto. Y mientras seguía el instinto de conquista sobre la montaña, me fui percatando que aquella empresa se dibujaba inagotable. Atrás de cada curva, una nueva brecha se tendía para avanzar y, cuando alcanzaba la cresta de un cerro, una ladera me esperaba más adelante.

Tuve que detenerme para recuperar el aliento y darme tiempo de entender lo que la cordillera intentaba explicarme: Que al igual que aquella sierra, la vida puede ser interminable con sus cumbres retándonos para alcanzar la cima; con sus colinas cuesta abajo para que tomemos vuelo y con sus valles para dejarnos descansar. Y que cuando caminamos por la montaña –al igual que por la vida –no existe una meta final en esta tierra.

Entonces detuve el ritmo ansioso de mi carrera y me propuse disfrutar, atenta a las pequeñas y grandes maravillas que anidan en la cordillera. Fue entonces que nuestros recuerdos contigo decidieron visitarme.

Vino a mi memoria aquella vez cuando, entrando a la habitación en penumbras donde yo estaba decidida a morir, me tomaste de la mano para hablarme bajito. Buscabas las palabras –mientras  luchabas contra el nudo de llanto en la garganta –para hacerme desistir de la decisión de morir y animarme a rescatar el deseo de vivir.

"Lo único que tienes que hacer es acomodar a esa persona que pusiste en la repisa alta, creyendo que lo merecía o valía la pena, y que ocupe el lugar que le corresponde", me dijiste para que no siguiera flagelándome con la culpa por el error cometido.

Frustrado por descubrir en mi mirada que no reaccionaba a tus palabras, con lágrimas en los ojos, te lamentaste: “¡Te has convertido en una anciana de 23 años, hija! ¿No te das cuenta de que te quiero y que no puedo verte así?

Mi corazón terminó de romperse al darme cuenta de que estaba haciéndote sufrir. ¡Cuánta razón tuviste! A mis 23, mi corazón perdió la lozanía de la inocencia y juventud. La maleza del odio contra aquel hombre que me había abandonado –y que invadió mi corazón como mala yerba –me impidió volver a ser la misma. ¡Más de veinte años pasaron antes de que soltara esa carga y volviera a caminar libre de rencores!

Pero el daño estaba hecho. No volví a soñar. A mis ilusiones puse bridas para que nunca jamás cabalgaran sin control y asfixié mis aventuras entre los muros de estrictos planes sin riesgos. Había cometido un error. Había dañando al ser que más amo en este mundo y a ti, me lamentaba. . . te había fallado.


Aunque pasaron semanas antes de que lograra volver a mirar de frente a la vida, tu visita fue sin duda la razón por la que lo hice. Te debía mi vida, papi. . . por segunda vez.

Continúa. . .

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