Con todo el apuro matutino, sequé mi cabello y me escuché diciendo: “¡Qué
bueno que tengo el cabello rizado!”.
No terminaba con la vertiginosa tarea de
peinarme (algo que no me toma más de 4 minutos), cuando vinieron a mi memoria
aquellos tiempo juveniles, en los que me quejaba con testaruda amargura por mis
chinos ensortijados.
Fue inevitable caer en la tentación de revisar las cosas que, a lo largo
de mi vida, me hicieron infeliz y que, al paso de los años, han resultado una
verdadera fortuna.
Comenzando por mi cuerpo, recordé la frustración por su carencia de curvas durante mis años mozos, y cómo ahora es tan cómodo que me permite usar prendas de elegancia simplista.

Y ni qué decir de mi anacrónica afición por los libros y tendencia al
ensimismamiento, pues fue esa combinación la que me llevó a encontrar la pasión
que hoy me hace escribir.
Es en este recuento que llego a una conclusión: Antes de recurrir a la queja
o la inconformidad, quizás deba esperar a llegar a la vejez; no vaya a ser que
al paso del tiempo, el motivo de mi demanda, resulte una bendición.
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