miércoles, 10 de octubre de 2012

"Sorpresas"


¿Fui una hija deseada?, me preguntó mi hija, un día.
Por primera vez noté la diferencia generacional.
Cuando yo me casé, la planeación familiar era muy incipiente y, casarse, era sinónimo de iniciar una familia sin mucha espera. Así que, a los veintiuno, recibí la sorpresa de que sería mamá.
¿Deseada? La pregunta me hizo sonreír de sólo recordar aquel desayuno con mi hermana menor y su amiga. Cual ametralladora, les hablaba de todas las cosas que haría con mi bebé. Cursos, clases, paseos, viajes, y mil cosas más.  Así, me gané su sentencia: ¡Has planeado su vida hasta los 21!
Mi entusiasmo por su existencia se desbordaba en mis conversaciones. Le leía cuentos, le hablaba todo el tiempo y no me hartaba de ver mi barriga cambiar de forma cuando ella cambiaba de posición dentro de mí. Aquello de ser mamá era como un sueño.
La realidad me hizo reaccionar cuando, antes de los seis meses, estuve en riesgo de perderla. Durante los eternos días en cama, comencé a pensar en la vida sin ella. ¿Cómo había vivido sin tenerla? La vida sin mi bebé, desde entonces, me pareció imposible de sobrevivir.
Entonces, una avalancha de temores me sobrecogió: ¿Sería yo una buena madre? ¿Cómo estar segura de hacer lo correcto? ¿Podría protegerla el resto de su vida? ¿Tendría todas las respuestas a sus preguntas?
Ese día, sin duda, me convertí en mamá.
Los meses pasaron, el día anhelado no llegaba y, con una asegunda amenaza, el médico optó por la cesárea.
¿El gran día? Octubre 10 de 1982. La gran sorpresa ocurrió el día más maravilloso del mundo. En lugar de un niñito que, según el ultrasonido, el médico me había anunciado, en el quirófano escuché a mi hermano gritar: ¡Es una nena! ¡Es una nena! ¡Es una nena!
Ese día, a pesar del largo nombre que aparece en su acta de nacimiento, ella fue nombrada y, a la fecha, los que más la amamos la llamamos “Nena”.
Han pasado treinta años desde esa madrugada atiborrada de emociones y, aun así, me basta con cerrar los ojos para revivir cada una de ellas: Expectación, miedo, felicidad, dudas, sorpresa y, amalgamando a todas ellas, el más inmenso amor que jamás había sentido en mis 22 años de vida.
Hoy, antes de que el sol alumbrara, nos escurrimos por la puerta de su casa para llevar a cabo nuestro pequeño complot. Mis dos nietos, mi esposo y yo, con una vela alumbrando en un pastel improvisado y bolsas con regalos, entramos a su habitación para cantar el “Happy birthday”. Con ojos risueños, nos recibió para llenarla de abrazos y, al verla abrazar a sus hijos, mi corazón se llenó de ternura y gratitud. Aquella diminuta niña que acuné en mis brazos, hace 30 años, sigue siendo la criatura más hermosa del mundo y, ahora, ella es mamá.
Una oración brota desde lo más sincero de mi alma: ¡Gracias, mi Dios, porque aunque no he sido la mejor madre y me equivocado un sinfín de veces, aunque no he tenido todas las respuestas ni la he podido proteger en todos los embates, hoy puedo celebrar la vida con “mi Pequeña Sorpresa”!
¡Gracias, Señor, por mi hija! ¡Larga y dichosa vida a mi Nena!

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