martes, 8 de diciembre de 2015

"Equipaje"

Dos semanas atrás –parada frente a un montón de ropa y una mezcla variopinta de objetos–, intentaba decidir cuales correrían mi misma suerte y emprenderían un viaje de 9000 kilómetros dentro de una maleta.
La decisión debía responder a un sinfín de variables: lo largo de la estancia y mi necesidad de llevar aquella ropa que me hiciera sentir en casa pero que sirvieran para el clima que pasaría por el invierno y la primavera; debía incluir aquellos objetos que simplemente quería conservar junto a mí por su valor sentimental; y contar con lo indispensable para tener una vida cotidiana operativa y con lo más necesario –que obviamente incluyera la tecnología de la que a veces dependo de más.
Hecho el primer intento, el anuncio de que sólo podía subir al avión con 23 kilos me empujó a pasar el rasero por un segundo tamiz. ¡Mi vida reducida a 23 kilos! Una nube de pánico y desasosiego se instaló sobre mi cabeza, haciendo aún más difícil mi selección final.
Mi criterio inicial: un suéter de cada color, que usaría según mi estado de ánimo; indispensable mi blusa favorita para leer y el pull over holgado para sentarme cómodamente y por horas a escribir. De cuatro pares de zapatos tenis, pasé a uno solo. E imaginando caminatas vespertinas, sólo los zapatos más cómodos tuvieron cabida en mi equipaje; y –a pesar de que la lógica me reñía– un pequeño cuadro se coló para representar un cachito de muro de mi hogar.
¡Cómo envidié a las tortugas esa noche!
Casi me sentí infeliz por la partida cuando –una imagen del pasado– me vino a la memoria:
Apilados en desorden, velises –todos medianos y de todos los tonos de piel– junto a un altero de zapatos, aparecían bajo una inscripción a la entrada del campo de concentración de Auschwitz, en Polonia.  Era la primera parada de los judíos que ingresaban al campo y que debían despojarse de las pertenencias acarreadas durante días enteros, con gran dificultad.

¿Qué llevaron en esos maletines personales? Las fotografías me aseguraron que –aunque con mucho menos espacio disponible que yo– esa gente había utilizado mi mismo criterio de selección pues llevaban menoráhs que imaginaron colocarían con sus siete velas en su aún desconocido hogar; talits para cubrirse al momento de orar, retratos hechos a lápiz para recordar a los suyos y las mudas que probablemente les abrigaran mejor. Ante el futuro desconocido –con un viaje sin fecha de vuelta– seguramente intentaron llevar consigo un pedacito de su hogar.
Cerré mi adelgazada maleta y suspiré al pensar que no faltaría quien tachara mis extravagantes necesidades de apegos pero, a fin de cuentas, ¿no son también esos objetos parte de nuestro pasado? ¿Y no es nuestro pasado el cimiento de nuestro futuro?

Estaba lista para instalarme en el futuro. . . con mis retazos de pasado bajo el brazo y en 23 kilogramos.

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