domingo, 10 de julio de 2011

"Disyuntiva"

Casi puedo asegurar que Dios se encuentra ante una disyuntiva permanente: ¿Cómo bendecir todo lo que Su amor le dicta y, a la vez, enseñar a sus hijos a apreciar las bendiciones?
Sé que puede resultar absurdo pero puedo tomar ejemplos casi en cualquier situación y lugar.
Ayer, por ejemplo, mi esposo y yo asistimos a la presentación de un libro, la lectura de uno de sus capítulos por una cuenta cuentos y una obra de teatro. La entrada fue gratuita y, al final del evento, nos agasajaron con canapés y bebidas. ¡Toda una noche de festejo cultural!
Al final, conociendo al organizador, nos acercamos para felicitarlo y conversar sobre nuestras impresiones. Él, aunque emocionado por el impacto en el público por lo presentado, nos relató sobre todo lo ocurrido tras bambalinas: el transporte no pasó a recoger al elenco del grupo de teatro, la lona que proporcionó el ayuntamiento fue corta e insuficiente, sólo llegaron la mitad de las sillas requeridas, en fin, los contratiempos y esfuerzos fueron muchos más de los que pude imaginar.
Entonces comprendí el esfuerzo realizado para que, a fin de cuentas, sólo llegáramos a disfrutarlo algo más de 50 personas porque, ¿mencioné que el público total apenas rebasaba el medio centenar?
Y, me pregunto, ¿tendrá que ver el hecho de que sea gratuito para no ser valorado? ¿Es necesario que algo sea costoso e implique esfuerzo para la persona para ser apreciado?
Tal vez por eso Dios tiene que ser mesurado en sus obsequios  y así no correr el riesgo de que los tomemos por regalos sin valor.
Mientras escribo sentada a mitad de la sala, miro a mi alrededor e inicio un recuento: en mis últimas dos horas de vida: disfruté del abrazo de mi esposo quien, además, provee y cuida de mí; escuché las campanadas de una iglesia tendida en una cama caliente bajo el techo de una casa maravillosa; con mi cuerpo sano fui a comprar café y unos tamales que disfrutamos mi marido y yo al son de una conversación en paz; pudimos orar juntos y hasta hacer los planes del día. Y necesitaría el espacio de tres entradas para seguir enumerando las bendiciones, los regalos que por gracia, es decir, gratuitamente, Dios me ha entregado.
A los cincuenta y uno, me doy cuenta que he recibido mucho más de lo que he merecido y confieso, no he apreciado ni agradecido a Dios en la misma proporción. 

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