Al vivir muchos días a solas, he incurrido en un nuevo hábito: no cerrar las puertas.
Además de que el viento corre con libertad por toda la casa trayéndome aromas diferentes según la hora del día, la soledad es una buena compañera y muy discreta.
Desde el portón hasta el patio trasero, pasando por cada habitación, todo, se convirtió en una amplísima recámara personal.
Por la mañana me despierto con fragancias de rocío mezcladas con leña ardiente. Los malvones y el sol entran a casa después de las once y los limones, con su ácido perfume, refrescan por la noche. ¡Todo es tan familiar y deliciosamente seguro entre estos muros!
Vivir a puertas abiertas sólo se convierte en un problema cuando, además de la soledad, me acompañan otros visitantes. Entonces retomo la costumbre, no sin algo de fastidio, y cierro las puertas a conveniencia de mis compañías.
Entonces me es inevitable darme cuenta de cuantos cerrojos hemos tenido, la mayoría, que cerrar. El acceso a nuestra vida, nuestros pensamientos, nuestra convivencia es franqueada por portones que impiden a la gente estar demasiado cerca. Nuestros muros de protección se han elevado y, ahora, pocos saben cómo somos y sentimos. Vivimos, casi todo el tiempo, a puerta cerrada.
La imagen de gente tomando un café en los portales de los pueblos o conversando en el atardecer sentados en el corredor de la entrada de sus casas, se están convirtiendo en un pasado que se extingue. Y, al hacerlo, se van cerrando puertas impidiendo que los seres humanos se conecten y comuniquen.
Lo que llaman “las puertas de la tecnología”, en realidad, están cerrando nuestros ojos, las puertas del alma, a las verdaderas maravillas: los juegos con los niños, los paseos bajo la llovizna, las tertulias en el campo, las caminatas en el zoológico, los conciertos en los kioscos y mil cosas espectacularmente simples pero vivas.
A los cincuenta y uno, quisiera recobrar la seguridad de las puertas abiertas para recorrer el paraíso perdido que aún existe allá afuera.
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