El que diga que no ha caído en la tentación de vivir y pensar en el “hubiera”, perdería mi confianza en un instante. Porque, ¿no es el “hubiera” una especie de protesta contra la realidad presente? Y todavía no conozco a un ser humano que viva conforme y plenamente de acuerdo con su realidad.
Como una trampa de araña, el “hubiera” nos pega los pies en un presente inexistente y, dejándonos tan atorados que no podemos seguir andando en el presente.
Ayer, no menos, después de que mi pequeña nieta estuviera a punto de ahogarse, atragantada con un pedazo de manzana, las horas siguientes fueron una tormenta de sentimientos: culpa, sorpresa y un horror ante la sola idea de perderla.
Y, la otra combinación, igualmente ponzoñosa a la conciencia es el “si no hubiera”, un arrepentimiento tardío que nos aleja de una forma sana de vivir la llamada responsabilidad. Tras el pasaje de asfixia de mi nieta, me torturé con las ideas de “si no la hubiera correteado para jugar mientras comía” y “si no hubiera estado mi hija, médico, para atenderla, ¡que inútil habría sido mi intervención!”.
Mientras escribo, el “hubiera” y el “si no hubiera”, me hacen sudar con un dolor a mitad del estómago.
Luchando por recuperar un poco la serenidad trato de convencerme que, el pasado es inamovible y que sólo me queda la opción de sustraer el aprendizaje y seguir adelante. Así que, mi proyecto para el otoño es tomar un curso de primeros auxilios aplicado a niños. Y, mi segundo, revisar mi lista de “hubieras” para retirar las telarañas que, como hilos invisibles, boicotean mi futuro caminar.
A mis cincuenta y uno, tan humana como el primer día, me siento vulnerable a los ataques de lo que, en mi mente fantasiosa, aún creo pude evitar.
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