Los seres humanos somos, la mayoría, superficiales y obvios. Miramos a nuestro alrededor y, en un parpadear, emitimos veredictos: me gusta o no me gusta. Vivimos como entrando a la biblioteca, repasando sólo los lomos de los libros y las portadas. A lo mucho abrimos, aquí y allá, algunos cuyos colores o diseño jala nuestra atención.
Es como cuando salgo de paseo con Lorenzo, un gran danés blanco y majestuoso. Cada diez o quince pasos, sin faltar, aparece un nuevo admirador solicitando permiso para acariciarlo o tomarse una fotografía con su celular. Pero, si salgo con Tlacoyo Ariel Volador, mi mascota adoptada, la historia es distinta.
Con su pelambre negro y los ojos acentuados con una especie de cejas blancas, parece volverse invisible. Pequeño y nervioso, camina frente a la correa mientras la gente lo ignora.
Pero, ¿Qué ocurriría si antes de ese paseo la gente supiera la historia de Tlacoyo? Si yo les contara que pasó sus primeros años, que un veterinario calculó fueran tres, amarrado a un poste con cuerdas y padeciendo un hambre que no logró matarlo. Que, con un miedo mortal a los rayos, se tiró desde un cuarto piso y que de ahí le llegó el nombre por el estado en el que quedó tendido sobre el asfalto, donde fue rescatado. Y que ahora, en su nuevo hogar, se ha transformado en un perro con un celo extraordinario por proteger su casa y a los suyos, además de acurrucarse tiernamente en mis brazos en sus momentos de terror por las tormentas.
Ese perrito junto con un montón de historias ocultas, son mi razón para escribir. Mi pasión es desenterrar del anonimato mis hallazgos, motivos para pensar y reflexionar.
A mis cincuenta y uno, aún tengo la esperanza de lograr con mis letras un segundo de conciencia en los demás y, de paso, hacer crecer la propia. Porque, si nadie las leyera, igual las escribía.
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