Ayer, con mezcla de satisfacción y de tristeza, escuché el anuncio de independencia de quien fue, por más de 13 años, una hija más.
Con la carrera universitaria concluida y estrenando alas, inicia la aventura de vivir, llevando sobre sí el peso de las decisiones y su futuro. ¿Es ella la misma niña menuda y tímida que llegó a mi casa con apenas doce años? Supongo que, como a toda madre, el tiempo me rebasó y mi mente no alcanzó a ajustar los cambios, siempre vertiginosos y repentinos.
Al cerrar los ojos, esta noche, suspiro: Un proyecto más de vida que se lleva parte de la mía, porque, ¿cuántas veces he sido cómplice y socia en las empresas de otros? Y, aunque al final nada se queda de ese fruto, me alegro de ser socia con acciones. Y no acciones de esas que reclaman propiedad o derechos, sino acciones de apoyo, de esfuerzo, de ánimo y de fe.
Mi lista de “proyectos en marcha” sigue abierto, borrando los que han llegado a su fin, aceptando los que han fracasado y agregando, con esperanza, los nuevos. Confieso. . . estos últimos son los que más me gustan.
Su sabor a riesgo, esos primeros trazos tan llenos de “ensayo y error”, con tanto tiente de futuro y expectación. . . ¡Cuánto me seducen y me ponen en acción!
Hoy, a mis cincuenta y uno, cierro el capítulo de la crianza de esa hija no nacida de mi vientre y abro uno nuevo con el título de “amor”.
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