A pesar de las pisadas suaves de mi marido a mi alrededor, empeñada, aprieto los ojos y continúo mi sueño. La alarma insiste en sacarme de la cama y me resisto. ¿Qué me pasa? ¿Dónde está la energía que me hace saltar del colchón con mil planes en los pies?
La respuesta, con indiferencia, me ignora y se esconde a mi conciencia. Y mi mente, con poco ánimo de seguir buscándola, se entretiene en los recuerdos dulces, esos que no fallan, para alegrar mi alma.
¡Una pista! Desperté con añoranza y deseos que no tienen lugar en esta habitación. ¡Cuánto extraño las compañías de mi corazón! Hoy, no hay hora ni cita para jugar con mis nietos, ni guardaré espacio para el café matutino con mi mami. Tampoco me llegarán las historias de clínica y perros de mi hija. Mi día, nublado dentro y fuera, me presenta un programa difuso de chequeras, transferencias y una lista interminable de pendientes. ¿Acaso cambiará algo de este mundo si yo resuelvo cada uno de ellos?
¡Es innegable! Estoy triste. La soledad, en los muros citadinos, no es tan sabrosa como la de mis muros viejos y pueblerinos.
Me esfuerzo por comenzar el día. ¡Estoy perdida entre los sonidos y gente de este espacio extraño! ¿Extraño? ¿Acaso no es ésta también mi casa?
“¡Alto!”, me grito para no seguir perdiendo el rumbo, “sólo vuelve a casa. . . como hacen las tortugas”.
Con nueva y lenta determinación, cierro la agenda para volver sobre mis pasos. Y, con los dedos sobre el teclado, escribo para encontrar mi lugar. . . seguro y sólo mío.
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