Su cabello es oscuro y lacio. La piel morena y los ojos marrones comienzan a definirlo. De estatura media y complexión delgada, joven y muy risueño. La gente, sin pensarlo, se dirige a él y. . . ¿Cómo que no entiendes español?
Tratando de echar mano del limitado vocabulario que recuerda haber escuchado de las conversaciones entre sus padres, responde en español con un fuerte acento norteamericano.
Su forma de hablar detona las interrogantes de sus interlocutores quienes tratan de entender por qué, si su físico es el de un mexicano promedio, sus padres son mexicanos y él nació en México, ¿por qué no habla español?
La historia, brevemente explicada, deja claro que él es americano, que se educó en Estados Unidos y que, por una regla impuesta por sus padres inmigrantes, en casa sólo se hablaba el idioma del país que los había adoptado.
Para mi sorpresa, más de una ocasión, pude notar la molestia de gente y hasta la crítica porque, aquel joven, no hablaba y actuaba como un “mexicano normal”. Para ellos, si se veía como mexicano, tenía que hablar como uno, sin importar su origen o historia.
Como este, podría escribir mil ejemplos que muestran nuestros caprichos de percepción y supuestos que quieren imponerse como realidad, casi con necedad. Si yo te percibo de una manera, ¡tienes que actuar conforme a ella!, gritamos en silencio con nuestra crítica.
A mis cincuenta y uno, me gustaría encontrar la forma de librarme de los supuestos de algunos que me rodean pues, aunque parezco muchas cosas, ni siquiera por complacerlas, soy capaz de transformarme en lo que no soy.
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