La pista, con una treintena de mujeres saltando, se cimbraba. Con manos levantadas y a voz en cuello cantábamos la canción que, treinta y cinco años atrás, fuera el éxito que todas escuchábamos.
Para participar de la euforia de las primas, alguien empujó hasta el centro la silla de ruedas desde donde, hace más de veinte años, una de nosotras mira la vida pasar.
Ella, animada por las voces a su alrededor y, haciendo uso de la poca conciencia y capacidad mental que aquel accidente le dejó, agitó las manos mientras su cabeza intentaba seguir el ritmo de aquella música que parecía haber detonado la felicidad de todas.
Con manos entrelazadas y sonrisas, la rodeamos y, una mirada, en el instante preciso, me hizo ver el rostro de su hermana.
Aunque se empeñaba en sonreír, sus ojos estaban nublados de lágrimas y no dejaba de ver a su hermanita menor mientras, todas las demás, continuábamos coreando: “¡Trata de ser feliz con lo que tienes! ¡Vive la vida intensamente! ¡Del cielo nada te caerá!”
Algo en mi corazón se rompió volviendo mi canto melancólico. Aquellas palabras, como escuchadas por primera vez, cobraban vida y sentido. Redargüida por mi ingratitud con Dios y con la vida, evadí encontrarme con los ojos de aquella hermana, mi prima hermana, y su dolor.
Volví a la mesa y mi mente voló a mis memorias de treinta años atrás. ¿Realmente me tomó tanto tiempo apreciar y agradecer la vida tan maravillosa que me ha tocado vivir?
Tal vez, de todos los momentos de ese día, ese instante fue algo que me dejó marcada por el resto de mis días.
A mis cincuenta y uno, llego a un momento especial. Uno donde tengo la perspectiva correcta de mi pasado y lo observo con una mezcla de vergüenza y gratitud. ¡Gracias, mi Dios por las bendiciones y perdona, Señor, la necedad de mis quejas!
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