La convocatoria atrajo a la gente con una actitud distinta, una que no siempre se percibe en las bodas. Todos los que llegamos, no sólo buscamos el mejor vestido sino apartamos la fecha marcándola con: “inolvidable”. Y, para alguien como yo que no gusta mucho de esas celebraciones, ésta me llenó de expectación.
Después de asistir a tantas en donde, la novia, aún tiene las marcas de la fiesta de graduación y el novio apenas ha firmado algunos recibos de pago, ver entrar a dos adultos por el corredor que los llevará al compromiso para toda la vida, me llenó de emoción.
Esos rostros, con las incipientes arrugas, ¡son tan bellos! pues son las indiscretas cicatrices de batallas, cauce de lágrimas y memorias de desilusiones, unas que los han hecho más fuertes y sabios.
Cuando dos adultos dicen “sí, acepto”, me nace la esperanza por saber que, ambos, ya han caminado los cansancios del compromiso, saboreado el fracaso y, la responsabilidad, les viene de ensayar el sacrificio y la fuerza de voluntad con tenacidad.
El blanco del vestido de la novia, muchos no lo vieron, no venía de la tela sino de un anhelo que ella resguardó por todos estos años. La luz que resplandecía por sus ojos, no era otra cosa, que el reflejo de una ilusión que defendió de las tristezas y el correr del tiempo que, en secreto, le susurró “dala por muerta”, tantas veces.
Ayer, fui a una boda que, oro con pasión, se convierta en un matrimonio abundante de cosechas. Espero que la pasión madure y se convierta en compasión. Que la tolerancia crezca en una paciencia infinita y, que traiga con el tiempo, una aceptación de largas raíces. Cuanto me alegraré cuando, las noticias, revelen que siguen siendo compañeros, amigos y amantes eternos.
Me alegro de haber llegado hasta aquí para presenciar, no los vapores de un amor abetunado, sino el descorche de un amor, que como buen vino, ha madurado con sabores intensos y sabrosos.
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