Érase una vez. . . una princesa frente al mar.
Con ojos jóvenes y tristes lo miraba. -¡Es tan grande!-, se decía,- ¡jamás me volveré a adentrar!
Y, aunque el oleaje y su bramar la amedrentaban, su mirada no resistía el seguirlo y en su ronroneo, cada tarde, se dejaba arrullar.
Cierto día, cuando la princesa mojaba sus pies y soñaba con subir a la barca que la llevara hasta altamar, una brisa acarició su melena y cantos salados la hicieron suspirar.
Ese mar que siempre le gritó tormentas y la zarandeó hasta sus sueños ahogar, hoy la llamaba con voz calma y tiernos sueños de paz.
¿Será que el mar puede ser tranquilo y también me puede acariciar?, pensó.
Al otro lado del mar, entre arenillas y sales que flotaban, brisas de amor y ensueño llegaron, animando el corazón de la mujer. En los espejos vivos del horizonte, reflejos de manos enlazadas y caminos uniéndose la hicieron sonreír.
Deseos locos de remontar las olas y caminar el mar destellaron en sus pupilas mientras el corazón susurró,- ¡Debo volver a intentarlo, debo aventurarme al mar!
La reina miraba a su princesa triste y al ver la danza nueva de aquel mar, se preguntó: ¿Qué será esta brisa nueva? ¿Será un viento de fiar? ¿Cuidará del corazón de mi princesa o sólo un ladrón de sueños será?
Bajando del balcón, la madre reina a la orilla se acercó y en silencio, con un manto suave de lana, a su princesa abrigó.
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