-¿Tú?-, dijo mi asistente, sorprendida de verme con un delantal y entregada a la tarea de preparar un platillo especial para la cena.
-¿Y lo que olía tan rico hace dos días? ¿También lo preparaste tú?- volvió a preguntar, esta vez con mayor asombro.
El tono de su voz me hizo comprender que, no sólo le era difícil creer que yo supiera cocinar sino, además, que el resultado superara a un plato de cereal con leche.
Además de risa, sus preguntas me hicieron pensar en otras ocasiones cuando, con la misma sorpresa, otros dudaban sobre mi capacidad en muchas áreas.
“No tienes el tipo de mujer maternal”, dijo alguien, alguna vez, cuando le hablé de mis aventuras y desventuras con la maternidad. “No precisamente intelectual”, confesó un compañero de la maestría cuando hice referencia a un libro. “¿De veras sabes tocar el piano?”, alguna vez escuché preguntar a un desconocido. “¿Tú, introvertida? ¡No!”, fue la respuesta de quien escuchaba mi auto-definición psicológica.
Aparentemente, mi cabello tan rizado, las respuestas diplomáticas con las que logro alternar con desconocidos, las uñas esmaltadas o los altos tacones que solía usar, eran razones suficientes para que la gente supusiera cosas sobre mí y me clasificara respecto a ellos. Y, muy probablemente, esos prejuicios fundados en mi impronta, determinaron mucho la forma como terminamos relacionándonos.
A los cincuenta y uno, aunque me causa gracia, vuelvo a pensar que deberíamos tomar muy en serio el viejo dicho popular que nos advierte que “las apariencias, engañan”.
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