Mientras hacía el recorrido por los pasillos de Auschwitz, campo de concentración Nazi en Polonia, y observando las fotografías de las personas que habían vivido sus últimos días en ese cautiverio de tortura, las fechas de nacimiento y muerte registradas me hicieron notaron un patrón. En todos los casos en donde, padre e hijo, habían compartido la estancia, el padre sobrevivía al hijo.
Aunque la lógica nos hace pensar lo contrario, si consideramos que los hijos eran más jóvenes y, por añadidura, más resistentes, lo que ocurrió en realidad fue lo contrario. No tuve que hacer un análisis muy profundo para llegar a la conclusión de que, el padre decidía vivir para proteger a su hijo. Así que, si este fallecía, ¿por qué continuar viviendo? Al ver morir a su hijo, su móvil se esfumaba también.
De ahí que entendí que, el peso de lo que hagamos y la forma en que lo asumamos, es determinado por lo que nos motiva y lo que creamos que va a implicar.
En nuestro diario vivir, las metas y su porqué, harán la diferencia radical en nuestra forma de hacer y abordarlas. Si es motivado por la convicción de que somos parte de algo importante y trascendente, llegaremos a disfrutar hasta los momentos de mayor tensión o desgaste.
Pero, si por el contrario, la meta no tiene que ver con nuestras motivaciones, probablemente no se cumpla o el proceso será un lastre de disgusto permanente.
A mis cincuenta y uno, la cuenta de mis proyectos inconclusos es larga y veo en todos ellos un factor común: una motivación en la que realmente no creí.
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