Hace pocas semanas, revelé el secreto de la Toscana cuando les hablé de ese ruido de la tubería.
Sin saber de hidráulica, mas que lo aprendido en las clases de física de la preparatoria, comprendí que una burbuja quedó atrapada, obstruyendo el fluir del agua a través del tubo. -El fenómeno- explicó el plomero, -es muy frecuente en las instalaciones de las casa antiguas.
Así que, inevitablemente, el estruendo se convirtió en mi razón para salir escurriendo de la regadera para cerrar la perilla por unos segundos y luego abrirla para reanudar mi baño y, dicho sea de paso, mi momento más especial del día quedaba interrumpido y casi arruinado.
Pero, hace ya algunos días, la rutina de salir envuelta en la toalla se suspendió. La lluvia y los inesperados fríos me hicieron desistir del intento de salir para detener el golpeteo. Con resignación, en lugar de música de fondo, me acompañaron los golpes desacompasados del tubo contra el techo. ¡Algo bastante incómodo y estresante!
Lo extraño es que, después de cuatro o cinco días y casi sin darme cuenta, volví a escuchar la música y el caer del agua de la fuente. Y, desde entonces, aquella burbuja escandalosa no ha vuelto a interrumpirme en la regadera.
El hallazgo me hizo levantar la ceja. ¿Cuánta gente, incluida yo, no andamos por la vida con una burbuja que nos hace reaccionar con violencia, enojo y agresión? En la mejor intención, vamos enterrando en el fondo del corazón el origen de nuestro malestar y lo encubrimos con buenas maneras, una aparente calma o una fingida alegría que no sentimos.
En lugar de dejarlo salir, armando un sano aunque incómodo ruido, preferimos ir haciendo pausas que nos enfrían en la vida, alargando el mal.
A mis cincuenta y uno, la Toscana, a la que sin saberlo permití luchar y echar fuera el incómodo e invisible tampón, me enseña cuán importante es ser paciente con la gente que trae escondidas las burbujas de dolor y que, para que sanen, es mejor escuchar con amor sus quejas y dolores.
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