Aunque no nos guste la idea debemos reconocer que, todos los niños, son egoístas y que al paso del tiempo, es una característica que se mantiene en nuestra vida ya como adultos.
Tal vez mi primer recuerdo consciente de ello lo tuve cuando, a los 8 años, mi hermano, un año menor que yo, me explicó el ejercicio que hacía constantemente para “quitarse” eso que no tenía nombre y que no era otra cosa que egoísmo.
-Cuando estoy comiendo mi “Gansito” y ya me lo voy a terminar, le pregunto a alguien si quiere el último cachito que es el que más me gusta- me dijo, compartiendo lo que parecía algo muy importante para él.
En ese momento no entendí el “porqué” hacía algo tan tonto. Yo, contra su práctica, me alejaba del grupo cuando engullíamos los panecillos rellenos y volvía sólo hasta que todos hubieran terminado. Y, deliberadamente, guardaba la mayor parte para comerlo frente a todos y ver como sus caras se entintaban con un poquito de codicia. Sí, me complacía ver surgir algo de envidia en los ojos de mis hermanos.
Muchos años después entendí la extraña actuación de mi hermano y vi, mejor dicho, disfruté de los frutos de su constante práctica para vencer el egoísmo. De aquel ensayo nació un espíritu generoso y desapegado. Y, en lugar de aquellos panecillos cubiertos de chocolate, comenzó a dar ayuda, tiempo, consejo, apoyo material o todo aquello que el prójimo necesitara.
A mis cincuenta y uno, finalmente comprendo que las virtudes se pueden aprender y como en todo aprendizaje, es importante practicarlas para llegar a dominarlas con maestría.
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