-¿Cuándo un hombre ha parido un hijo?- argumentó la mujer, al escuchar que muchos pacientes opinan que, arrojar cálculos de riñón, es más doloroso que el dolor de parto.
Entre un ir y venir de opiniones al respecto, una sola idea me convenció.
¿Cómo puedo medir el dolor de otro que no soy yo? Porque, ya sea físico o emocional, ¿acaso puedo entrar en su forma de sentir para medirlo?
Yo jamás he perdido a mi esposo o un hijo, así que, ¿cómo atreverme a sugerir si ya es tiempo para esa mujer de reiniciar su vida y sobreponerse a la pérdida? Y, tal vez, este ejemplo es de los más fáciles de aceptar. Pero, ¿qué hay del sufrimiento de un joven al ser rechazado por la chica de la que cree estar enamorado, la tristeza del niño que tiene que enfrentar la ausencia de su padre tras un divorcio o de la mujer herida por la traición de su compañero?
El tiempo para que las heridas sanen es tan personal como la forma de hacerlo. Algunos se refugian en el silencio y otros lo expresan peleando con la realidad. La verdad es que, al final, a los que lo rodeamos sólo nos corresponde acompañar al doliente y asegurarle que ahí estará nuestra mano para él.
Las historias de pérdidas y dolores son innumerables, pero la manera en que las observamos podría ser, idealmente, una: con compasión.
A mis cincuenta y uno, confieso, que por ansiedad e incapacidad de ver a mi ser amado sufriendo, muchas veces he olvidado agregar a mi compañía, lo más importante para ayudarle a sanar: mi compasión.
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