Parece que, nuestra idea de felicidad, es excluyente a los momentos en que hay lágrimas.
No hace mucho leí a Joyce Meyer, diciendo: “No esperes a que tu vida sea perfecta para comenzar a disfrutarla”, una idea que se contrapone a nuestro concepto de dicha, como una forma inmaculada de vida y sin mancha de dolor. Algo, que no alcanzamos a entender, es una utopía inalcanzable.
¿Cuándo nos logramos engañar de que, por así desearlo nosotros, el mundo, nuestro mundo, podía ser perfecto? ¿Cómo aspirar a que, siendo humanos falibles y mortales, podamos generar un mundo sin error y sin pérdidas? Con tantos ingredientes finitos: la salud, las bienes, los seres amados que nos rodean, ¿cómo es que esperamos una felicidad constante e inmortal?
Aun cuando parece imposible, la realidad de que podemos combinar los momentos dichosos con los sentimientos de tristeza, es mucho más cercana a nuestra verdadera existencia y naturaleza. Pero, ¡cuánta amargura surge de renunciar a disfrutar lo que si tenemos, en aras de los deseos frustrados e incumplidos! Y, aclaro, soy de las personas que defiendo nuestro derecho a derramar lágrimas si estamos viviendo el sufrimiento y el dolor. Sólo que, también rescato, ese hilo que nos une a las razones para disfrutar y seguir viviendo, ese que llamamos esperanza.
A mis cincuenta y uno, por experiencia, puedo asegurar que, también, podemos aprender a cantar bajo la lluvia y. . . disfrutarlo.
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