Cuando hacemos “cosas”, entramos en la fantasía de que algo está cambiando y se está moviendo hacia la resolución. Nuestra tranquilidad queda, entonces, depositada en el ejercicio de acciones que nos den la idea de que estamos ayudando para alcanzar la meta.
Como terapia, suena razonable, aunque al final es algo incierto.
Hacer “algo” sigue siendo un paliativo, un placebo para la impaciencia y el miedo a la incertidumbre que nos impide responder a nuestras preguntas: ¿Irá a solucionarse? ¿Llegará a ocurrir lo que espero? ¿Se cumplirá lo que deseo?
El meollo de la espera, parece ser, está en el temor a la decepción y a nuestro disgusto por tener que aceptar que, no todo, depende de nuestra voluntad y que realmente no tenemos el control total sobre nuestra vida.
Y es aquí donde entran las frases que me orientan hacia la solución de mi incógnita: “La fe es la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve”. Reconozco, pues, que no puedo eludir mi necesidad: Para sobrevivir la espera, me es indispensable la fe.
Porque, vivir la espera, sin tener la certeza de que algo está ocurriendo para acercarnos al final deseado, nos va llevando a la necesidad de buscar esperanza en la idea de que “alguien”, que no somos nosotros, está haciendo algo para que nuestro anhelo su cumpla. Esa necesidad y esa ayuda es lo que yo entiendo como “fe”.
A mis cincuenta y uno, me libro del callejón sin salida de los razonamientos humanos al encontrar que, ese Alguien que trabaja detrás de todas mis circunstancias, es Dios y siempre Dios. ¡Qué alivio es pensar que, es en Él, en quien mi fe descansa!
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