Dice por ahí una frase que, “Los mejores esposos son los de las viudas”. Y, aunque parece una broma inocente, he comprobado una realidad en muchas parejas que, en diferentes etapas, las separa la muerte.
Cuando el compañero se va, sin importar la circunstancia y condición del matrimonio, con él se lleva las telarañas que, los problemas y la impaciencia nacida de la rutina, se formaron velando los ojos de la esposa.
Después de sepultarlo, no pasa mucho tiempo antes de que ella comience a recordar y ver con claridad todas aquellas cualidades que, en su historia, lo convirtieron en “el elegido”. Todas las quejas parecen seguir al ataúd y, limpio el ambiente de su ruido, las razones para tanto conflicto se convierten en susurros que ya no tiene caso escuchar.
¡Qué inútil resulta entonces buscar su mano en la cama fría y vacía! ¡Qué absurdos suenan los discursos contra él cuando ya no puede oírlos! Y, ¡Qué necias podemos ser las esposas para no entenderlo sino hasta que nos toca convertirnos en viudas!
Creo que, cambiando la premisa del primer renglón, saco de la memoria la que dice: “Porque la mujer sabia, edifica su casa; y, la necia, con sus manos la destruye”.
Tengo cincuenta y uno, aún tengo a mi compañero junto a mí y espero tener el tiempo de limpiar mis telarañas para mirar y tratar nuestro matrimonio con sabiduría.
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