El brillo en los ojos de alguien muy querido me hizo notar algo: ¡Miedo!
Sí, miedo con un origen por demás extraño: ¡Miedo a sentirme muy feliz! Y es que, parece, había olvidado como se veía esa personita con una sonrisa, de esas que se niegan a desaparecer del rostro. Verla con un pasito que no esconde sus ganas de vivir y de avanzar, pero con verdadera y ligera pasión.
La felicidad, como el amor, es difícil de encubrir. Igual como no se puede fingir. ¡Es tan brillante e indiscreta que nos ilumina a los que la rodeamos! Y, si nos descuidamos, es casi imposible no reflejarla y verse infectado de su lozanía.
Es tan hermosa la felicidad en esos ojos, es tan vibrante su risa y tan contagiosa la esperanza que. . . ¡da miedo!
Tonta, lo sé. ¿Cómo puedo dejar que ese temor empañe mis ganas de engolosinarme en esa bella felicidad? Así que, a flotar con la irresponsabilidad de quien ha caído, casi por azar, en un oasis llenito de contento y gusto. ¡Entremos, pues, a darnos un chapuzón refrescante de alegría!
Hoy, no puedo evitar el deleitarme y confesar, ¡qué lindo es verla así! ¡Tan alegre, tan feliz y tan. . . ella!
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