-¿Podemos hablar de él?- dijo la vocecita, antes de continuar.
Con un monosílabo rápido recibió la autorización y, para mi sorpresa, dejó de lado la conversación que incluía el hablar del “innombrable”.
El incidente, de apenas unos segundos, encendió la luz amarilla de mi conciencia.
¡Cuánto valor tuvo que recaudar aquella personita para, abiertamente, buscar un espacio y expresar parte de su vida! Y, al compararme con él. . . me sentí cobarde.
La evidencia me acusaba al revelarme que, muy distinto a su ejemplo, yo corro y me refugio en mis letras para callar lo que sé, debía hablar. Y podría comenzar a justificarme sobre el entorno de tanta censura en el que vivo o argumentar prudencia pero, ¿cómo voy a responderme a mí misma con mentiras?
Así que, tomando el camino más directo a la verdad, elijo la confesión. Sí, soy cobarde y he aprendido a cuidarme el corazón antes de tomar el riesgo de hablar verdades. Sí, encubierta en el perdón, dejo que el otro siga tropezando antes de alertarlo y arriesgarme a ser atacado por respuesta. Sí, huyo de aquellos que reaccionan con ingratitud y con violencia. Sí, giro con demasiada frecuencia el rostro para no ver lo que me lastima repitiendo que “ojos que no ven, corazón que no siente”.
Y, sí, mis silencios cada vez son muy largos y frecuentes pues, siempre es más cómodo, verter los pensamientos y sentimientos en forma de letras. . . frases seguras que no pondrán a prueba las relaciones con la gente.
A mis cincuenta y uno, me callo sin intentar siquiera una frase con un poco de sensatez o sabiduría para no caer en la trampa de la justificación de lo que, yo sé, no estoy lista para cambiar.
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