Por enésima vez, estos días, inicié la crianza de mi nueva mascota: Olí, diminutivo de Olivia. Y, siendo una Gran Danés, tal vez sea lo único pequeño que tenga.
Desde el anuncio de su llegada, comencé los preparativos: Espacios apropiados y exprofeso para ella, preguntando sobre sus costumbre y alimentación y, sin darme cuenta, aceptándola incluso antes de conocerla. Sí. . . me di cuenta de que, sin proponérmelo, ya la estaba disfrutando sin importar lo que viniera con su presencia.
En apenas tres días, el vínculo entre nosotras está establecido. A pesar de la poca rutina de mis últimos días, con gran intención, la he observado para conocer sus reacciones y su propio lenguaje. Me he dado a la tarea de descubrir su temperamento y un poco de sus miedos.
Aunque he tratado de no violentar sus hábitos pasados, los nuevos que he considerado saludables e indispensables para hacer de nuestra convivencia, algo sencillo, han sido impuestos. Horarios de comidas y de descanso, por ejemplo, están regulando su día y sus necesidades, pero sin presionar los míos.
Ya puedo reconocer la frente fruncida cuando Olí quiere entender o ese andar en círculos cuando requiere volver al jardín para atender necesidades básicas y su gusto por descubrir lo oculto en los rincones.
Lo más sorprendente es que, para alguien con tendencias perfeccionistas como yo, la ansiedad no participó de estas primeras convivencias, sino que he fluido con naturalidad y sin expectativas.
¿Será producto de la experiencia o de un poco de madurez adquirida? No lo sé, pero puedo asegurar que ha sido un proceso divertido y lleno de placer para ambas. Conocer su temperamento, sus gustos y sus miedos para entenderla y, no para cambiarla, creo que ha hecho la diferencia.
Después de disfrutar la llegada de Olí, me pregunto, ¿Por qué no tuve un perro antes de tener a mis propios hijos? ¡Vaya que su llegada y nuestra vida, hubiera sido mucho más relajada y tranquila!
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