En casa han pasado múltiples mascotas temporales, todos, llegados tras una crisis de compasión de alguno de los miembros de la familia. Y, en cada ocasión, existió en mí el temor de que se aplicara aquello de: “Si le das nombre. . . se queda”.
Todos, sin falta, recibieron un nombre y “casi” se quedaron. De no haber surgido algún voluntario para dar hogar a esos perritos hallados en desgracia, mi casa sería ahora un albergue con sobrepoblación.
Sigo mi repaso por mis recuerdos y sus nombres y, me encuentro pasajes en los que, sin darme cuenta, enmudecí y una tristeza fue cayéndome encima, helándome. Sólo en un momento de lucidez, finalmente, la llamé conforme a lo que era: soledad. Y, sólo entonces, me hice cargo de ella, la alivié y traté de evitar caer nuevamente en sus redes.
Y, ¿qué tal con las relaciones y, no sólo hablo de personas, sino con las cosas? La constante necesidad de algo, cuando la detecté, la llamé “adicción”. Si me aferré a una cosa al punto de que los puños me dolieron de tanto apretarlos, lo llamé “apego”. O si, con obsesión pensé en alguien y me desgastó pensar en sus decisiones, no hay más. . . era “control”.
Pero, no todos los nombres son malos. Encontrarme, cada minuto, recreando las conversaciones con una persona, esperando su presencia, disfrutando hasta de los segundos junto a ella, también tengo una forma de llamarlo y, cuando lo hago, se hace mío: amor.
A mis cincuenta y uno, confirmo que, a fin de cuentas, no está nada mal esa recomendación tantas veces oída: “Llamar a las cosas, por su nombre”, porque entonces la hago mía y sé que hacer con ella.
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