Durante el último año, mi vida se ha divido en dos mundos que, alternándose, se convierten en mi realidad cotidiana.
Ambos, aunque míos, son totalmente opuestos.
Uno, enclavado en la urbe más grande y agitada del mundo, me acoge envolviéndome en un anonimato que me es muy conocido. Su entorno es cuadriculado y, mi rutina, se compone de número, transferencias y listas de pendientes. La casa donde habito se apega a lo llamado “minimalismo” y me ofrece todas las comodidades que la modernidad tiene. Entre ellas, aparatos de última generación que operan con mandos a distancia, con definición de un realismo que no imaginé y conexiones a internet que, según dice la publicidad, ¡vuela!
Mi “otra” realidad se instala entre muros centenarios bastante irregulares. Una arquitectura improvisada según las necesidades de sus moradores anteriores y, aunque cuenta con “casi” todo lo indispensable, los enseres y aparatos son, o de segunda mano o de una simpleza que puede hasta ofender a la tecnología actual. Su mobiliario, estilísticamente amorfo, atiende a la practicidad y la sencillez. Y, su conexión a internet, apenas rebasa la velocidad suficiente para operar los sofisticados programas que me permiten navegar en el mundo virtual.
El costo de operación de uno y otro mundo es, además, como los extremos de los puntos cardinales. E imitando esa diferencia, mi vida, en su rutina, es igualmente opuesta.
¿Qué puedo vivir en ambos mundos? Sí. ¿Qué cada uno me da algo distinto? También. ¿Qué, además, disfruto lo que cada uno es? ¡Definitivo!
Pero, la conclusión más profunda es que, no dependo de uno ni de otro para vivir y hacerlo en paz. Y entonces me pregunto, ¿será que realmente necesito tanto para estar bien?
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