Cuando mi madre y mis tías hablaban de esas historias que siempre se dicen a media voz, era casi seguro que la conversación terminara con el suspiro de alguna y la frase entre dientes de: “Nadie experimenta en cabeza ajena”.
Muchos años después, cuando ejercí la profesión en la terapia, recordé la frase y pude sentir la vibración en el estómago que a veces acompaña al sentimiento de frustración. Ver entrar, periódicamente, a la misma gente que volvía con sus mismos problemas, a pesar de las múltiples formas y mecanismos utilizados para que se dieran cuenta dónde tenía su origen el conflicto, me hizo confirmar que, mis tías y mi madre, tenían razón.
El tiempo sigue corriendo y, las historias a mi alrededor, se van sumando a mi observación: Hombre jóvenes que siguen creyéndose los rescatadores de doncellas y que, meses más tarde, viven el desengaño; doncellas que siguen saltando a las ancas del caballo, para asirse a la cintura de su príncipe en la certeza de que “ése, si es el hombre de su vida”, y que terminan unos kilómetros adelante tiradas en el fango a mitad del camino y sobándose por la caída; jóvenes que enarbolan, por enésima vez y llevados por el entusiasmo, banderas de ideales fraguados al vapor; empresarios que se aventuran en un nuevo proyecto sin medir ni reflexionar, sólo ver morir esa “corazonada” que le dijo que, otra vez, que tendría éxito.
En todas esas experiencias, encuentro con tristeza, que no sólo no experimentaron en cabeza ajena, sino que desechan la propia experiencia en aras de emociones y sentimientos. Al final, la frase de Albert Einstein que dice: “Si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo”, sería buena de recordar al momento de decidir.
Pero, a mis cincuenta y uno, no me queda más que superar la frustración y observar cómo, los seres humanos, seguimos tropezando con la misma piedra dos veces y nunca aprendemos.
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