Cuando adolescente, viví en un jaloneo permanente por mi imagen diferente. En un tiempo donde el cabello lacio y los flecos lánguidos eran moda, mi cabello abundante y rizado eran mi principal enemigo. Pero, aunque pasaba horas intentando todas las fórmulas para alaciarlo, en sentido contrario, buscaba algo que me hiciera diferente, algo que me distinguiera de la uniformidad de mi generación.
Décadas han pasado y, aquellos esfuerzos por ser distinta, se diluyeron sin darme cuenta.
Y en estos días, voy topándome con gente que también ha rebasado los cincuentas, sólo para encontrarme que, el anhelo olvidado de ese primer tiempo de juventud, se ha ido cumpliendo.
Todos, sin falta, nos hemos convertido en personajes con todo un guión y perfil únicos.
Tengo ahora una amiga de ojos penetrantes, voz pausada y dicción perfecta. ¡Amo escucharla cuando me explica y muestra lo que mi vista apurada pasa por alto! También está ella, la de los ojos inquietos y palabras como lanzas acertadas. A pesar de sus cincuenta y tantos, ese flequillo rubio la ha convertido en una permanente niña despierta. Y podría seguir con el elenco de mis actuales compañeros de vida, contando de sus cosas peculiares.
Pero hay uno, de muy reciente ingreso en mis escenarios, que me ha conmovido por sus ojos tristes. Aunque todo su disfraz y hasta su nombre quieren engañar al mundo de que está listo a divertir, los pozos serenos de sus ojos me recuerdan su tristeza. Como un trovador que rescata el mover del mundo, habla y muestra como las manos de un mago y así distrae la vista del fondo de su alma.
¿Cuántas historias de partidas, de frustraciones, de dolores y añoranza encierran esas aguas de sus ojos, estancadas de pasado?
A mis cincuenta y uno, disfruto de mi transformación para llegar a ser lo que debo ser porque, sólo así, puedo tomar la mano de los que viven en su propio crisol y comprenderlo.
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