El océano me obsesiona y tiene el poder de entretener mi mirada con sus matices, sus constantes vaivenes y despierta mi mente invitándola a imaginar sus profundidades. Casi hipnotizada, puedo observar al mar por horas enteras. Pero, confieso, me infunde un temor descomunal. . . ¡más que las arañas!
La curiosidad me gana cuando, casi sin sentir, desliza algún objeto con la lengua pequeña de una ola. E, igualmente, corro con los huesos encogidos hasta la orilla cuando una gigantona estalla contra la arena con un bufido ensordecedor.
También, en un acto de osadía inusitado en mí, alguna vez intenté bucear en las profundidades de sus aguas turbias y terminé, entre estertores, nadando a la superficie con el horror de no poder ver más allá de las cortinas de arenas rebotadas.
Nuestra historia, entre el mar y yo, es una relación bipolar y, a la vez, de gran respeto. Yo lo miro desde lejos y él, simplemente se deja mirar y espera a que yo junte valor para zambullirme en él de vez en cuando.
A veces lo siento tan cerca de mí que puedo sentir sus pulsaciones, como ahora, que no deja de mantenerme con la respiración contenida porque, desde altamar, viene balanceando algo sobre la ola que van formando sus corrientes. Y, día tras día, la veo acercándose, creciendo, no sé si porque acorta la distancia o porque, alentada por las mareas de emociones y la luna que no deja de atraerla, va creciendo y formándose para. . . no sé. . . ¿Qué será esto que trae el mar? ¿Será un estallido o una de esas olas que prefieren extenderse y cubrir más allá de la alfombra de la arena? O, ¿será, ese oleaje, sólo un mensajero que viene a entregar un escondido tesoro?
El mar me da miedo. . . ¡es tan parecido a la vida!
Secreto, majestuoso, imprevisible y, a la vez, maravilloso. A fin de cuentas, creo que ¡me gusta el mar!
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