Una de las noches más especiales en familia, para mí, es el día en que nos reunimos a decorar la casa preparándonos para la Navidad. Y, como en toda fiesta, las compras previas son parte de la celebración.
Este año en particular, tras varias visitas a un almacén, decidí que el árbol navideño llevaría una decoración con tonos suaves y arreglos decorativos especiales. ¿Mi idea? El buen gusto imitando a los aparadores de la mejor tienda departamental.
Con eso en la mira, comenzó nuestro tour por el pasillo de artículos navideños en compañía de la familia y bajo la dirección de mi nieto de cinco años. Como perrito en jardín, fue de una estantería a otra eligiendo las esferas y adornos que le parecieron más atractivos. A pesar de mis intentos por influenciar sus elecciones hacia la decoración que yo tenía en mente, él no dejó de agregar, lo que le pareció, traería más colorido a nuestro pino y sin intentar siquiera que combinaran o fueran compatibles.
Resignada e incapaz de restarle derecho de selección, deseché mi plan de tener un árbol de Navidad perfecto en color y estilo, y me dediqué a comentar y apoyar sus propuestas.
La noche de la mágica entrada de la Navidad en casa fue eso, ¡mágica! Verlo, con una actitud de concentración y entregado a la labor de ir poniendo las esferas, copos de nieve, estrellitas brillantes y rules con cascabeles, fue algo memorable. Mi nieto, sin ningún orden, colocó las esferas pequeñas en la base y, con desenfado, colgó las grandes como mejor le parecía a la visión de su estatura. El observarlo me llenó el corazón de emoción. Aun así, una cosquilla en el ánimo, como un estornudo que no sale, me llevaba al recuerdo del fallido intento del árbol perfecto.
Después de risas, uno que otro sobresalto al escuchar la caída de algún adorno y el momento cumbre de poner la destellante estrella azul en la punta, ¡el árbol quedó listo! Y, cuál sería mi sorpresa al descubrir que, con toda lo heterogéneo de sus componentes y tonos, aquel ejemplar se había convertido en uno de los más hermosos que habíamos instalado en nuestro hogar.
Entonces comprendí que, esa tendencia de buscar parecernos a los demás, tal vez buscando una aceptación y calificación aprobatoria de antemano, nos va restando la posibilidad de convertirnos en únicos. . . ¡extra-ordinarios! Una cualidad que parece que los niños tienen como máxima.
Tal vez por eso y no de balde, Dios nos pide que “seamos como niños”. ¡Qué belleza tendría el mundo y que divertido lo podríamos hacer si, como ese árbol multicolor, llenáramos nuestra vida con el heterogéneo estilo de lo diferente!
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