Leí, hace ya algún tiempo, un par de artículos sobre la vida de las
águilas.
La primera, y que me ha hecho reflexionar mucho en estos días, es
sobre la crianza de las águilas y la forma en que la madre prepara a sus crías
para convertirse en esas aves de vuelos intrépidos que tanto me asombran.
El tiempo en que permanecen en el nido es, en resumen, muy semejante
al de cualquier otra ave. La madre, por un tiempo, es la encargada de cubrirlos
bajo sus alas de las inclemencias del tiempo y es también la responsable de
alimentar a los polluelos después de la cacería para proveerlos de alimento.
Del pico de la madre, reciben su provisión diaria y de su plumaje, la
protección.
Siendo las alturas el lugar que las madres eligen para empollar los
huevos y cuidar de los aguiluchos, son pocos los depredadores que logran llegar
hasta sus nidos así que, mientras la madre esté a la mano, cobijo y sustento
están asegurados durante los meses que están bajo su cuidado.
Las cosas cambian cuando llega el momento, uno que, al menos como
especie humana, querríamos ignorar: el momento en que las crías deben dejar el
nido.
Lo singular de esta especie es que, para que sus hijos emprendan el
vuelo. . . ¡los echan del nido! Por terrible que parezca, la sabiduría de este
animal radica en reconocer cuando es tiempo y, con su propio pico, los empuja al vacío para que aprendan a usar
sus propias alas.
Me bastó una filmación para entender el horror del polluelo mientras recorre,
en caída libre, los metros que lo separan de un aterrizaje que parece
catastrófico. Pero, antes de que éste se estrelle contra el piso, pueden
ocurrir dos cosas: que la madre vuele en picada y lo rescate o que, finalmente,
la joven ave bata sus alas y emprenda el vuelo. ¿Qué es un aprendizaje sencillo?
¡Por supuesto que no! La angustia y el horror son parte de la enseñanza pero,
¿no es acaso eso lo que permite después, al águila novata, remontar los aires
que no están permitidos a todas las demás aves?
Cuando nos convertimos en padres de hijos adultos, muchas veces, nos
damos cuenta de que no les hemos dado suficientes oportunidades para probar y
ensayar sus alas. Nuestra necesidad de protegerlos los convierten en palomas
domésticas y frágiles a las tempestades. Y entonces me pregunto, ¿será
demasiado tarde o aún estamos a tiempo de arrojarlos al vacío? No lo sé. Tal
vez, si nos atrevemos, nos podríamos llevar la fantástica sorpresa de que, sus
alas, los elevarán en vuelos altos, ¡muy altos!
Ahora. . . ¿quién tiene el valor?
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