A veces quisiera ser feliz. . . ¡Como mi gata!
Basta un grillo para ponerla en movimiento. Sus horizontes se amplían
cuando, de reojo, lo mira saltar y deja la comodidad de la silla para ir a la caza
del insecto.
Si sale el sol, la tierra húmeda o la silla con vinilo, son aposentos
donde acurruca su pereza, una que, sin pena o congoja, disfruta con harta
paciencia.
El plato de la cocina contiene siempre las viandas perfectas, ya sean
sobras de comida o las croquetas del día anterior. Sin prisas y con deleite, come
a sus horas, que por cierto, nunca son las mismas.
Sin saber el refrán de “el ave canta aunque la rama cruja, porque sabe
lo que son sus alas”, se queda en la habitación aunque mi perro entre pues, ¿no
dicen por ahí algo bueno sobre la agilidad de un gato? Ella no menosprecia al
perro pero, ¡nada como un buen salto para librar el obstáculo!
Disfruta de la gente y se deja acariciar. Pero, cuando el amor deja de
verse en el plato o en los mimos, sanamente, sin apegos y con toda dignidad,
inicia el peregrinar hasta donde vuelva a ser apreciado.
El sol no es su único inspirador porque, ¡quién se perdería de las
parrandas bajo la luna!
Su límite, para merodear la vida, no se encuentra sobre el piso.
Tejados, árboles y bardas son, para ella, atractivos nuevos caminos que
explorar.
Mi gato, en pocas palabras, hace lo que le viene en gana. No le gusta
obedecer, ni se place en las rutinas. Vive con lo mínimo y lo disfruta. . . ¡Al
máximo!
Por eso digo que, ¡Quién tuviera la vida de mi gato!
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