Cuando
me siento atrapada en las circunstancias, como rodeada de puntas de lanza acechándome
en emboscada, me dan ganas de. . . ¡Jugar!
Quisiera
entonces pedir a mis amenazas que, como en el juego de las escondidillas, iniciaran la cuenta con ojos cerrados y
entonces perderme en algún rincón. ¡Cuántas ganas de sentir las cosquillas en
el estómago por contener la risa nerviosa que ataca cuando el otro no te
encuentra!
También
me gustaría mirar las nubes mientras, nadando de muertito, cuento los segundos
que logro mantenerme a flote sacando la barriga o escucho el agua como sonar de
submarino.
O,
¿qué tal una emocionante competencia de gárgaras, de esas tan difíciles de
ganar cuando se batalla por contener la carcajada? Y, con osadía, ¿por qué no
poner un vaso sobre la puerta entreabierta y empapar al primer transeúnte en el
umbral?
Extraño
mucho jugar y no sólo yo lo añoro. Mi corazón lo anhela, mi alma se agota de
esperar los lúdicos espacios y mi espíritu, día a día, ve morir su esperanza de
volver a retozar con cosas tontas.
¿Cuándo
fue la última vez que jugué y perdí mi tiempo? ¿Acaso ese juego de granjita no
fue mi último intento al emocionarme cuando coleccionaba mis vaquitas?
Pero,
soy un adulto, me reclaman mis canas y mis años. No está bien perder el tiempo
ni reírse por bobadas. La vida es cosa sería, me repiten. Y, si eso es cierto,
¿Por qué tengo carcajadas sin usar que aún buscan sus instantes de salir? ¿Cómo
es que mi estómago aún suspira por las cosquillas de emoción de alguna
competencia? ¿De dónde vienen las ideas en mi mente de bromas sin estrenar?
¡Cuánto
extraño ser niña, otra vez! Y, ahora que me doy cuenta, derramo una lágrima por
los juegos tontos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario