Ayer, descubrí algo importante. Para entender algo, realmente, es
necesario observarlo de cerca.
Cuando uno acorta la distancia entre el objeto, persona o
circunstancia, ante nuestros ojos aparecen los relieves. Aquellos detalles que
desconocíamos, al aproximarnos, nos revelan la esencia de las cosas y su
verdadero significado.
No es lo mismo pasar frente a la acera de un hospital todos los días,
a recorrer sus pasillos para visitar a un enfermo. Percibir los aromas de
desinfectante, escuchar el tintinear de botellas de sueros y tener enfrente una
mirada de dolor, levanta ante nuestros ojos una realidad que antes nos era
ajena.
Eso fue lo que viví, extrañamente, durante un festival de música
judía.
Mientras sentía la vibración de un grupo de gente, judíos según
entendí después, cuando la música tradicional de su pueblo los invitaba a
bailar; al percibir su ansiedad cuando el Rabino rescataba sus Escrituras para
abrirse paso través de su conciencia
colectiva y su tradición; cuando varios cruzaban miradas sorprendidas al escuchar el nombre de
Yeshúa y se cubrían los labios mientras
intentaban acomodar la nueva realidad recién expuesta, la presentación de su tan esperado Mesías, entonces y sólo
entonces, pude recapitular su historia para comprenderla desde sus entrañas y
con mis cinco sentidos despiertos.
“Escucha Israel”, ese festival
que sonaba algo excluyente, terminó siendo una experiencia integradora y
fascinante. El pueblo judío, siempre presente en la historia del mundo, recobró, ante mis ojos, su humanidad y su alma entre bailes, música alegre y la
transpiración de su gente. Pude percibirlos, tal vez por primera vez, con sus
anhelos, sus ansias, sus cicatrices y sus esperanzas.
No fueron las tonadas las que cambiaron mi forma de entenderlos sino
su cercanía, sus lágrimas, su batir de panderos y palmas, su esperanza expuesta
y satisfecha lo que, en una noche, me hermanó con ellos.
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