Las tendencias de nuestra sociedad moderna han reclasificado algunas
palabras “buenas” y las han desdeñado por ser “malas palabras”.
La fe ya no se habla en público para no ofender a las mentes libres y,
la fidelidad, resulta una mala propuesta para quienes prefieren la holgura en
las relaciones. Dios no debe escribirse con mayúsculas para no hacer menos a
los dioses personales y, los milagros, son los eventos que la gente ignorante
cree por su necesidad de que “alguien” resuelva, lo que no se puede resolver.
Lo curioso es que, más de una vez, he visto a gente que no cree en los
milagros, clamar por uno cuando un ser querido está en peligro de muerte o si
la amenaza de pérdida pende sobre su cuello como una guillotina.
Yo, a pesar de lo impopular de los milagros, atesoro las historias que
han ocurrido muy cerca de mí y cuyo eje
es la certeza de que ha ocurrido uno.
Ahora mismo, un pequeño milagrito crece en el vientre de su mami y,
aunque no faltará quien intente reconstruir su historia bajo los hilos de las
explicaciones lógicas, muchos lo seguiremos llamando: “Milagro”.
Aún así, yo me pregunto: ¿Llegará él a reconocer la maravilla de ese
milagro o se dejará convencer con argumentos como “esas cosas pasan”? ¿Cómo sabrá el pequeño Mat que, cuando las
cucharillas quirúrgicas barrían espacios intentando removerlo, la única Mano
capaz de hacer milagros cerró su puño para esconderlo entre las entrañas de
mamá? ¿Habrá quien se atreva a contarle de su comienzo e incluir malas palabras
como “Dios” y “milagro”?
Ojalá pudiera yo, como gran secreto a voces, divulgar su historia para
que jamás nadie la olvide. Pero, como no puedo gritar “malas palabras” a los
cuatro vientos, me conformo con dejar, escondido en estas letras, un relato que
le recuerde que, desde su primer hálito de vida, Dios estuvo a su lado y que perpetró,
con amor, un milagro extraordinario. . . sólo para él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario