Sesenta así que, si los números no mienten, nos tomará. . . ¡Tres horas!, pensé al ver el velocímetro de la segunda grúa que nos devolvería a casa con el auto estropeado a cuestas. La verdad ya no estaba resultando tan divertido pero, no habiendo opción, me acomodé en el asiento del enorme vehículo de plataforma y suspiré.
A los pocos minutos me di cuenta de ¡cuán distinto se ve todo desde arriba y con el tiempo para mirarlo!
Los paisajes comenzaron a cobrar relieve y, no teniendo aire acondicionado a bordo, los aromas comenzaron a colarse con la ventanilla medio abierta.
Como escobetillas, con un verde intenso, vi pasar los árboles de los bosques que rodeaban laderas con pastos húmedos. El olor de los pinos que se mezclaban resultaba tan fresco. Y, pequeñas invasiones de familias disfrutando un día de campo terminaban de inyectar vida al lugar.
Rompiendo la monotonía de los bosques, rocas de aristas afiladas perdían terreno al ser recubiertas por insistentes musgos aferrados a la superficie lisa y una que otra rama, casi con heroísmo, nacía de entre la delgada unión de los bloques.
Iglesias de muros medio derruidos por el viento, el agua y el tiempo, comenzaron a aparecen en mitad de poblados desperdigados, con sus torrecillas levantadas como punteros sobre el mapa verdoso.
Poco a poco, los verdes y cafés fueron desplazados por grises manchados de grafitti. Y las casitas de muros de adobe redondeado cambiadas por maltrechas casuchas inconclusas con techos de láminas sostenidas por infinidad de objetos de metal retorcido y desechos arrumbados.
Sin pensarlo, cerré los ojos ante la decadente imagen. ¿No es lo que casi todos hacemos? Ignorar la pobreza con la remota esperanza de que, si no la vemos, deja de existir.
A mis cincuenta y uno, aún descubro que hay siempre oportunidades de ver las cosas de un ángulo distinto y que, al bajar la velocidad de nuestra vida y con un poco de suerte, podemos encontrar nuevos paisajes y recordatorios de que los menos afortunados, siguen existiendo.
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